El escrutinio definitivo habló y, finalmente, confirmó la contundencia de la victoria de Alberto Fernández. Con 48,24%, el ex jefe de gabinete logró la tercera mayor cosecha electoral del justicialismo desde 1983, detrás del 54,11% de CFK en 2011 y del 49,94% de Carlos Menem en 1995. A favor de Alberto, aquellas fueron reelecciones: se sabe, es más fácil competir desde el Estado, salvo para Mauricio Macri, primer presidente argentino y sudamericano que no logra su continuidad en el cargo (tercero de Latinoamérica y dentro del escaso 21% que a nivel mundial ostenta ese triste record). La mejor comparación es con el primer triunfo del riojano (47,49%), la anterior vez que el peronismo compitió desde el llano: el Frente de Todos obtuvo 0,75% más, y con un agregado: en aquel entonces, ya se había recuperado, dos años antes, la provincia de Buenos Aires y la Capital Federal no era aún Ciudad Autónoma. En esta oportunidad se consiguió el éxito contra las tres cajas más robustas alineadas en un mismo bando.

En el cotejo en relación a otras experiencias opositoras triunfantes, los Fernández estuvieron apenas 0,13% abajo de Fernando De La Rúa 1999 (48,37%) y 14,09% arriba de Macri 2015 (34,15%), quien necesitó de balotaje para imponerse. Ambos a caballo de un territorio (CABA) y destronando a dos ciclos largos de poder (10 años de menemismo, 12 de kirchnerismo): esto ocurre a menos de cuatro. Y si bien, es cierto, la distancia entre primera y segunda fuerza ha sido la segunda más estrecha en 36 años de democracia (después de la consagración CEOcrática), a todos los atenuantes ya mencionados cabe agregar la billetera cómplice del FMI, ausente en los epílogos radicales previos, más generosa que nunca en la historia y con la yapa del permiso para violar la reglamentación del organismo. ¿Cómo habría llegado Macri sin eso, si llegaba?

Dicho sencillo, y con Manolo Barge: ¿van a entender los decepcionados la dimensión que tiene este resultado, o, puchero mediante, dejarán prendida la brasa de la resurrección neoliberal? Nada sirve más a tal propósito que subirle el precio a un paupérrimo examen del macrismo. Cualquier derrota que cueste más de u$s50 mil millones, como ésta, es una catástrofe.

Lo que no comprenden algunos en el llano, en la superestructura lo captaron al toque. Mientras Sergio Massa rosqueaba con Emilio Monzó los diputados que le faltan al oficialismo entrante para sortear dificultades en la cámara baja (en el Senado ya hay mayoría propia), Alberto tuvo un arranque como lo indica el manual peronista: política exterior y sindicalismo. En criollo: el poder no considera que 40% sea descollante porque, aunque no sea poco, no alcanza si lo de enfrente se mantiene unido asegurando su promedio histórico de +45%. Tal vez algunos ya lo pensaban así en 2017, cuando el macrismo en la cresta de su ola tampoco pudo superar ese número, y sea por eso que cerraron la canilla de deuda unos meses más tarde, iniciándose la debacle aún en curso.

La incógnita doméstica pasa por el comportamiento que adoptarán los vencidos. Si Fernández dedica esfuerzos a estabilizar la región y a congeniar con líderes del primer mundo es debido a que la venezuelización es la única alternativa que le queda a la oposición local (como se olió en la gira #SíSePuede) en el marco de la pax doméstica peronista y del consenso legislativo con una parte de los representantes ajenos que se anuncia. Se trata de desactivar malos ejemplos.

La liberación de Lula supone un retroceso fenomenal para la injerencia del Departamento de Estado norteamericano en la región, que se suma a la derrota de Macri acá, a los triunfos (antes) de Andrés Manuel López Obrador en México, al fracaso de Juan Guaidó en su intento de tomar el poder por la fuerza en Venezuela y a las reacciones populares que jaquean a Lenín Moreno en Ecuador y a Sebastián Piñera y al consenso neoliberal interpartidario en Chile. Así, resultan comprensibles los ataques constantes de Jair Bolsonaro a Alberto. Las dificultades que atraviesa Evo Morales en Bolivia pueden desalentar, pero es reflujo previo a las novedades brasileña y argentina, el presidente busca tiempo para desmovilizar a quienes lo impugnan. Su par argentino se dedica a sumar, sin posibilidad todavía de tener muchas precisiones, para contener. Lo que sea, canalizarlo institucionalmente. Afuera como adentro, con el llamado al pacto social.

Y si parece difícil (lo es), recordar que hace dos años escribíamos sobre hegemonía amarilla.