La noche del 27 de septiembre de 1990 hacía muchísimo frío, tanto que parecía pleno invierno. La gente no salía y las calles de Villa Elvira estaban desiertas. Serían las once y media cuando la pareja de Andrés Núñez, Mirna Gómez, y su suegra escucharon un grito que venía de afuera, estaban ellas solas con la bebé de un año, que hacía rato dormía tapada con varias mantas en su cuna.

–Esa fue la voz de Walter –aseguró Doña Isabel.

–No, ¿qué va a ser Walter? –Mirna no creyó que fuera su suegro, pensó que seguramente era algún vecino que estaría discutiendo–. Deben estar peleando los de acá a la vuelta, quédese tranquila.

Sin embargo, Isabel, sabía que el grito que había escuchado había sido el de su pareja. Se abrigó y salió a la vereda. Ahí afuera, estacionado en la puerta de su casa, estaba el auto de Walter, pero de él ni señas. La mujer miró para todos lados, incluso fue hasta la esquina y volvió sin suerte. Cuando cruzaba nuevamente el portón, esta vez para entrar, un Fiat 147 verde paró justo en frente.

Del coche bajó Walter, el padrastro de Andrés, con el rostro contraído y los ojos bien abiertos. No estaba solo, lo acompañaban cuatro personas. Eran policías del grupo operativos de Robos y Hurtos de la Brigada de Investigaciones de La Plata: Alfredo Jorge González, un hombre alto de ojos pequeños y cejas espesas; Víctor Rubén Dos Santos, de cara chupada y pómulos marcados; Daniel Ramos, el más petiso de todos; y Pablo Martín Gerez, un oficial de labios muy delgados que casi desaparecían debajo del bigote; él era quien daba las órdenes. Todos vestían de negro, llevaban camperas gruesas y sin ninguna credencial más que revólveres calibre 22 en la cinturas.

Los efectivos habían agarrado a Walter cuando estaba por entrar a su casa. Lo subieron al auto a la fuerza y dieron una vuelta manzana. De repente, detuvieron el coche, lo bajaron a los empujones y lo obligaron a arrodillarse mirando hacia un paredón blanco. El pasto estaba húmedo y el hombre se mojó el pantalón. Uno de los policías, nunca supo cual, le puso el arma en la nunca.

–¡¿Vos sos el Gallego?!

–¡No!, ¡no, por favor!

–¡Dale, no te hagas el pelotudo!

–¡El Gallego le dicen a Andrés, el hijo de mi mujer! –Walter estaba aterrado–. ¡Por favor, suéltenme!

Un simulacro de fusilamiento fue lo que necesitaron para darse cuenta que tenían al hombre equivocado, entonces volvieron.

–Estamos investigando el robo de una bicicleta –dijo uno de ellos con voz áspera–. Estamos buscando al Gallego, ¿dónde está?

Esa noche Andrés volvería muy tarde, estaba jugando al fútbol. Sin ninguna orden de allanamiento los cuatro policías ingresaron a la casa en la que vivía Mirna con su familia. Entraron como si fuera la suya. Dos de ellos salieron enseguida y esperaron en la vereda mientras los otros revolvían todo lo que encontraban a su paso.

Dieron vuelta armarios y cajones buscando una bicicleta. Se quedaron tres horas; se sentaron en la mesa del comedor y le pidieron a la mujer de Andrés que les haga café, pero ella se negó. Walter, asustado como todos los que vivían ahí, fue a la cocina y se puso a hacer el café. Una vez que vaciaron sus tazas, agarraron dos vasos y se sirvieron soda de un sifón que había quedado en la mesa desde la cena. Cada tanto se paraban e iban a la habitación de la bebé, la destapaban, la miraban y le decían a su mamá que tenía una hija preciosa. Mirna temblaba de miedo y de impotencia, estaba convencida de que los iban a matar a todos.

Así pasaron los minutos, las horas, hasta que a las tres de la mañana llegó Andrés. Venía en bicicleta, vestido con su equipo deportivo y una campera de jean y cuero arriba. Entró cansado a la casa y apenas cruzó el umbral, uno de los policías que lo esperaba detrás de la puerta le puso el caño del revólver en la sien. El silencio reinó durante unos segundos, segundos que a Mirna se le hicieron eternos.

–Negra, no te preocupes –Andrés intentaba tranquilizarla, pero aunque quisiera ocultarlo, él también tenía miedo–. No pasa nada.

Treinta años de la desaparición de Andrés Núñez: todavía hay un prófugo en la causa

Los efectivos lo arrastraron a la parte de atrás de la vivienda, donde estaba la cocina. Mientras el resto de la familia se quedó en el comedor, sin animarse a mover un dedo y tratando de escuchar qué era lo que pasaba en el fondo. Al volver, Andrés tenía el jogging azul cubierto por el polvo blanco de las paredes y las manos esposadas detrás de la espalda. Así, lo empujaron hasta el auto. Mirna quiso ir con él, pero el hombre que lo tenía esposado le dijo que se quedara cuidando a su hija.

Esa fue la última vez que vieron a Andrés y el momento en el que empezó la lucha de Mirna para encontrar al padre de su hija. Estaba decidida a saber la verdad. En esa búsqueda fue que se cruzó varias veces con el juez Amílcar Vara, quien le aseguraba que “donde no hay cuerpo, no hay delito” y que seguramente Andrés se había ido de viaje “tal vez por Brasil con otras mujeres”.

Cinco años pasaron hasta que se supo qué había sido del paradero de Andrés Núñez. Uno de los policías que había entrado ese 27 de septiembre a la casa de Mirna y su familia, Daniel Ramos, confesó frente a la Justicia: él, el cabo Víctor Dos Santos, el sargento Alfredo González y el oficial inspector Pablo Martín Gerez secuestraron a Núñez y lo llevaron hasta la Brigada de Investigaciones (61 entre 12 y 13), donde se les sumó en las torturas el comisario Luis Raúl Ponce, un hombre gordo y de bigote tupido.

Andrés había muerto en medio de una sesión de torturas. Los policías sacaron el cuerpo de la Brigada esa misma noche y lo llevaron a una estancia cerca de General Belgrano, en la provincia de Buenos Aires. El campo era del primero de Gerez; una vez allí, descuartizaron el cuerpo, quemaron los restos y finalmente los enterraron.

El 9 de agosto de 1995, luego de la confesión de Ramos, un equipo de Antropología Forense llegó a la estancia “El Roble” donde hallaron los restos carbonizados de Andrés, su ropa y mochila.

Por su parte, Daniel Ramos fue declarado inimputable por la Justicia. El juez Amílcar Vara fue destituido a fines de los años ‘90 por encubrir personal policial en más de veintiséis causas judiciales, entre ellas la desaparición de Miguel Bru. Sin embargo, murió impune en 2014 antes de que comenzara el juicio en su contra.

Luego de 20 años de impunidad, Víctor Dos Santos y Alfredo Jorge González fueron condenados a cadena perpetua por “privación ilegítima de la libertad calificada reiterada y tortura seguida de muerte”. Más tarde, recién en 2018, fue sentenciado a la misma pena el ex comisario Raúl Ponce.

Sin embargo, 30 años después Mirna aún no puede decir que encontró Justicia pues el oficial Pablo Martín Gerez sigue prófugo. Por eso hoy, tras décadas de lucha, la familia y amigos de Andrés Núñez siguen reclamando: Memoria, Verdad y Justicia.  

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