En este tiempo incierto estamos vivenciando por primera vez una pandemia que en pocos meses se ha extendido a nivel global. Frente a esta situación se trata de comprender cuáles son sus consecuencias inmediatas y los cambios que traerá aparejada esta crisis mundial. Quizás no sean tan drásticos esos cambios como aventuran algunos pensadores que prevén el ocaso abrupto del capitalismo que ha imperado desde la expansión de la modernidad o la definitiva instalación de regímenes gubernamentales con un amenazante control biológico y cibernético sobre las poblaciones, aunque algunos de esos signos se manifiesten en la actualidad, pero quizás no alcancen la profundidad que daría lugar a una ruptura histórica que se dirija en esos sentidos.

Otras transformaciones más próximas se vienen produciendo, a las que habría que atender para tratar de esclarecer lo que está sucediendo y de allí proyectar algunas tendencias que se presentan como deseables o rechazables. Resulta evidente que en las situaciones de crisis se pone en juego lo mejor y lo peor de la condición humana; esto significa que quedamos al desnudo en nuestras intenciones, creencias, deseos y, por cierto, en las acciones efectivas. Esto vale tanto para la experiencia subjetiva y cotidiana, que muestra muchas variantes donde sobresale la percepción de la vulnerabilidad de nuestra misma existencia, como para los ámbitos de interacción social en que desarrollamos nuestra actividad pública y profesional, sobre los cuales también intervienen decisiones políticas, laborales, sanitarias, educacionales, y de todo tipo. En todos esos espacios en que se desenvuelve la vida privada y pública estamos atravesados por cambios que responden a una situación excepcional, a partir de los que debemos reconsiderar cuáles son nuestras propias respuestas y las que se producen en otros niveles de decisión que nos sobrepasan.

Es un hecho cierto que en este contexto crítico han quedado evidenciadas de modo crudo las falencias que arrastra el capitalismo bajo el modelo hegemónico del neoliberalismo. La cantidad de infectados y muertos por el coronavirus, debidas en parte al desmantelamiento de servicios públicos y accesibles, en este caso especialmente del sistema sanitario, ha sido más pronunciada en gobiernos que hicieron la falsa opción entre economía o salud, privilegiando la primera. Sin duda que la opción real, en última instancia, es entre vida o muerte, sin descontar por cierto que un desarrollo económico es necesario para sostener materialmente la existencia, pero no se da esto cuando para maximizar las ganancias se sacrifican vidas humanas. Como casos testigo se puede observar lo que está sucediendo en Estados Unidos de Norteamérica o Brasil, países afectados por el aumento exponencial de la pandemia ante gobiernos que negaron la gravedad de la situación y presidentes que incitaron a romper la cuarentena. Más allá de lo grotesco de los personajes, lo que se pone de manifiesto es que representan una ideología que no vacila en condenar a la muerte a parte de su población -en un gesto genocida-, al mismo tiempo que repercute en la conducta adoptada por sus seguidores fanáticos.

En un tono más moderado, pero con un signo ideológico similar, se encuentra la reciente declaración difundida por representantes de la derecha vernácula, algunos con mayor éxito literario, pero devenidos en propagadores del credo neoliberal, y otros con menor éxito en la gestión pública, aunque igualmente defensores de la misma creencia e intereses particulares. El argumento sostenido acerca de que la restricción a las libertades individuales prefiguraría regímenes más autoritarios, constituye una reacción frente a los contundentes logros de las medidas que impidieron la expansión del contagio por una intervención activa del Estado, en algunos casos no solo en materia sanitaria sino que también lo acompañaron desde lo económico. En todo caso, resulta más sincera desde esta posición ideológica neoliberal la confesión de gobernantes que afirman, al modo bélico y como efecto colateral, que la pandemia se va a llevar una cantidad considerable de vidas humanas. Esta afirmación expresa de modo nítido la misma dinámica que tiene el capitalismo tardío, que en su desarrollo produce -quizás como efecto no intencional- la precarización de las condiciones de vida de millones de seres humanos degradados a la sobrevivencia y la destrucción del equilibrio ecológico que permite la reproducción de las especies vivas y de la naturaleza en su conjunto.

Esta realidad, que no es ciertamente novedosa, es la que ha quedado también mostrada en su desnudez. Si un acontecimiento como el presente, desatado por un microscópico factor natural, ha repercutido tanto en las formas en que desplegamos nuestra existencia y genera un alto grado de incertidumbre, provocando una de las mayores crisis humanitarias y económicas de los últimos tiempos, no hay garantía concreta de que vayan a resolverse en lo inmediato y definitivamente algunos problemas estructurales. Igualmente es una oportunidad para revisar la deriva que viene siguiendo la humanidad, ya que continuar con la misma lógica llevará a largo plazo a una autodestrucción, independientemente de la probable resolución que va a tener la crisis de esta coyuntura histórica.

Como desafíos abiertos, en el plano político cabe replantear la posibilidad de implementar una economía con sentido social, tal como se promovió en el período de posguerra, en que la acción estatal tiene que seguir jugando un papel fundamental. Pero igualmente hoy nos toca revisar rápidamente los efectos de nuestra acción sobre la naturaleza, donde la biosfera es un sistema en equilibrio homeostático y las consecuencias de su explotación indiscriminada también implican un suicidio. En última instancia se trata de garantizar las condiciones sobre las cuales se produce y adquiere una realización la vida humana bajo el imperativo del cuidado de sí y de los demás, así como del mundo común que compartimos. Esto es un criterio válido para orientar nuestra vida privada y pública, que son dos aspectos que se complementan necesariamente.

*Filósofo. Docente de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza. Investigador de CONICET