En el sistema capitalista las oportunidades y recursos están distribuidos de modo inequitativo, lo que obliga de algún modo al Estado a intervenir para atemperar esa desigualdad estructural. Uno de los modos en que actúa sobre esa falla estructural capitalista es a través del diseño e implementación de políticas sociales. A partir de ellas, expresa qué lugar ocupan las necesidades de reproducción de los miembros que integran esa sociedad mediante la definición de: a quiénes están dirigidas, bajo qué estatus, qué requisitos y/o condicionalidades se exigen, con qué presupuesto se las considera, así como qué construcción discursiva acompaña la presentación e implementación de las mismas.

Las políticas sociales constituyen un campo muy significativo del accionar del Estado. Tan es así que en Argentina, desde mediados del siglo XX en adelante, su ampliación y restricción ha sido objeto de fuertes disputas. Los gobiernos de índole (neo) liberal han hecho eje en el excesivo gasto que éstas concentran por parte de gobiernos “populistas” que pugnan por elevar el piso de esa “inversión”. Hasta la década de los 70, existía un cierto consenso y acuerdo sobre qué tipo de políticas sociales debía implementar el Estado, pero desde la irrupción del golpe cívico-militar en 1976 en adelante, ese acuerdo se resquebrajó.

La legitimidad político-cultural acerca de qué tipo de políticas sociales es preciso poner en acción en Argentina es una grieta que está lejos de cerrarse. El nudo de la controversia gira en torno a que pareciera que a un conjunto enorme de población le viene más cómodo “vivir del Estado” antes que ir a trabajar (porque el que quiere puede, dicen algunes). Y en esa misma línea, gestiones de gobierno de tinte populista son proclives a realizar el sueño de ese conjunto perezoso con el afán de sumar votos. Tales afirmaciones y diagnósticos desconocen y niegan explicaciones estructurales económico-sociales, ya que el trasfondo de su explicación recala en hacer hincapié sobre las responsabilidades individuales (en este país no trabaja el que no quiere, dicen otres).

Pero el problema en la actualidad es que no es posible garantizar políticas sociales a través de la incorporación al mercado de trabajo formal como sucedía mayormente durante el período 1945-1980. Por aquellos años, la industrialización sustitutiva de importaciones y la división de roles al interior de los hogares, hacía posible alcanzar un cierto pleno empleo (masculino). La incorporación de los varones al mercado de trabajo formal, actuaba como puente para que las mujeres y los hijos accedieran a las políticas sociales (como la salud); por ello, no eran ciudadanos en sentido estricto, pero tenían garantizado el acceso a ellas.

En la actualidad, la matriz productiva argentina dista de incorporar a toda la población económicamente activa en condiciones de trabajar, por lo que una parte importante de ella, un 35% (pre-pandemia) trabaja en condiciones de informalidad; lo que implica salarios más bajos que los que perciben sus pares que están registrados y sin beneficios de la seguridad social. Si se enferman (por poner un ejemplo) y no pueden salir a trabajar y autogenerar ingresos, no cuentan con dispositivos institucionales que les permitan satisfacer sus más mínimas necesidades. Así de sencillo y trágico.

Las políticas sociales deben ser repensadas a la luz de las enormes transformaciones estructurales que se han operado en las últimas cuatro décadas. Si no hay “trabajo” para todos y en condiciones de generar protección social, sería interesante discutir otros formatos que permitan que la población, toda la población, pueda acceder a ellas independientemente del tipo de vínculo con el mercado de trabajo.

Esa discusión hay que darla en el terreno político-cultural, es decir, en el terreno de los argumentos y la construcción de los relatos, porque es allí donde, de modo principal, se horadaron los sentidos de pertenencia e integración. Aquel conjunto de población que logra mantener su vínculo formal con el mercado de trabajo o que son portadores de propiedades y riqueza desde siempre y/o gracias a ciertas iniciativas estatales, son partícipes de un proceso de diferenciación en el que no se re-conocen como parte de un todo, y por lo tanto, construyen que su bienestar es producto sólo de su esfuerzo y mérito y que las políticas públicas no tienen nada que ver con eso. Más aún, consideran que pagan muchos impuestos para el sostenimiento de ese otro conjunto holgazán. He allí el nudo principal de la grieta. No es fácil una discusión de ese tipo donde lo que hay que poner sobre la mesa es que la gente en su mayoría no trabaja donde quiere sino donde puede y cuando puede, que no se elige el lugar de nacimiento ni el sector social, ni tampoco las oportunidades. Y que si emparejamos las oportunidades y la satisfacción de necesidades más allá de límites mínimos, podremos constituir una mejor sociedad en la que importe el bienestar individual en relación al bienestar general.

He ahí un desafío mayúsculo: construir una sociedad que legitime, apoye y sostenga una estructura de políticas sociales lo más universales posibles, entendiendo que las oportunidades no se eligen y que están estructural e injustamente repartidas.

*Doctora en Ciencias Sociales y Magister en Políticas Sociales. Trabaja en el estado desde el año 1999