En el año 1871 la Argentina, que había atravesado períodos de gran inestabilidad política, cambió para tomar un rumbo cuyos ecos se siguen escuchando. ¿Qué pasó? La fiebre amarilla impactó gravemente en la Ciudad de Buenos Aires y las familias acomodadas que habitaban las casonas cercanas a la Plaza, se fueron hacia las quintas de fin de semana, en el norte. Se creía que el “foco” se concentraba en el sur, y así fue que la ciudad quedó dividida en una parte “desheredada”, cercana al Riachuelo, donde habitaban los migrantes recién llegados y las clases trabajadoras. Estas representaciones sociales crearon una división entre ricos y pobres en donde, justamente, las víctimas eran culpadas de esparcir la enfermedad. La responsabilidad no era de la gente, sino de un mosquito.

Lo cierto es que esta tragedia hizo cobrar conciencia de que la ciudad habitada tenía que ser construida con obras públicas basadas en políticas higienistas de modelos europeos, aunque al mismo tiempo empleaban en condiciones paupérrimas a los migrantes para sostener el modelo agroexportador. Sin embargo, la migración masiva ya estaba en marcha y en 1914, tres de cada diez habitantes de la Argentina, había nacido en otro país. Gran parte de ellos se quedó y pobló nuestro territorio conformando las llamadas Asociaciones de Socorros Mutuos. Allí, casi como una obra social de antaño, gracias a una pequeña cuota, se proveía de consultas médicas, descuentos en farmacias, se contribuía con un monto de dinero a viudas o desempleados y era fundamentalmente, un espacio donde se establecían contactos, de reunión y socialización.

Las fiestas y celebraciones también eran una buena excusa para el encuentro, romper por un día con el trabajo duro, pasar por momentos de nostalgias para luego bailar, cantar y transmitir a los jóvenes los recuerdos e historia del pasado; en síntesis, la memoria.

Por supuesto había conflictos, peleas, cuestiones políticas que no se zanjaban y que se relacionaban con la sociedad de origen. Pensemos que mientras estaban aquí, en Europa estallaba la Primera Guerra Mundial (1914-1918), la Crisis del 30, la Guerra Civil (1936-1939) y la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), y muchas asociaciones tomaban partido, enviaban dinero, retornaban a pelear o por el contrario “quemaban las naves” y no volvían a pensar en el terruño. Pero nada de esto fue sin un gran costo personal emocional y afectivo.

Gran parte de los miembros que se quedaron echaron raíces, criaron a sus hijos y encararon obras importantes como escuelas, salones, teatros, centros de idiomas que contribuyeron al tejido social de las localidades, dándole mayor alcance a la organización institucional, logrando en gran medida que sus descendientes se interesaran por el idioma y la cultura.

En el presente una nueva “peste” azota nuestro país y gran parte de esas asociaciones y las bases de relaciones construidas salieron a colaborar ¿Cómo? Cuidando a los mayores, a los que están solos, llamándose entre sí para saber cómo están, llevándose remedios, mercadería, intercambiando información, que muchas veces envía el mismo consulado o embajada. Gran parte de los sectores mayores se aggiornaron con grupos de whatsapp y Facebook. Otras asociaciones han abierto sus cocinas vendiendo para el barrio especialidades que permiten no sólo darles una entrada de dinero sino también, que sus vecinos sigan teniendo parte de su construcción identitaria. Otras asociaciones hicieron ciclos de gastronomía, cuentos, idioma y cine, enviando el material y luego armando una charla virtual al caer la tarde y los fines de semana.

Pero también hay otras organizaciones y migrantes invisibilizados que son los que permiten que hoy tengamos comida -gracias a sus saberes e inversiones en la horticultura-, cuidan a los ancianos y enfermos, contribuyen a las construcciones permitidas o transportan alimentos y artículos para los que podemos quedarnos en casa.

Gran parte de los migrantes recientes fueron muy castigados con el escaso cumplimiento de sus derechos para su regularización y documentación en los últimos cuatro años, impidiéndoles acceder a empleos formales con sueldos dignos. Por esa razón, no han podido suscribirse a planes sociales y ayudas del Estado para poder sostener su reproducción económica. Una parte de ellos forman parte de la llamada economía social, conformada por pequeños emprendedores y artesanos que habitualmente venden en las ferias, tratando, como nuestros abuelos y bisabuelos, de tener una vida mejor para su familia.

Pensémoslo un momento, gran parte de los trabajos que hoy realizan los migrantes de países limítrofes, asiáticos y africanos, son similares a los que hacían nuestros abuelos o los que nosotros delegamos. Ojalá que, recordemos esta parábola histórica y salgamos de esta pandemia mundial, sabiendo que el futuro puede y debe incluirnos a todes.

*Doctora en Ciencias Sociales. Investigadora CONICET. IESCODE-UNPAZ