En la retórica que circula en torno a las amenazas posibles que se ciernen sobre la organización política democrática, la principal -y quizás la única que ha logrado instalarse como tal- es una modificación de la vieja figura del autócrata o el déspota. Se trata de gobiernos que, aún teniendo un sistema formal democrático con elecciones de representantes mediante voto universal y pluralidad de partidos políticos, tienden a concentrar los diferentes poderes del Estado de forma personalista en un líder carismático y a disminuir las posibilidades de participación de opositores y otros actores políticos relevantes, incluyendo a los ciudadanos comunes. Quienes alertan sobre este tipo de debilitamiento del orden democrático suelen señalar estos elementos: la falta de independencia de otros poderes u organismos estatales respecto al poder ejecutivo, la voluntad de perpetuidad del líder en cuestión, su posicionamiento por sobre las leyes que deja gran parte de las decisiones a su arbitrio y una suerte de fanatismo irracional de parte de sus seguidores, complementado por el miedo de sus opositores.

Esta forma de pensar la política tiene una ventaja difícil de superar por su simplicidad: presenta a un enemigo de la democracia fácilmente reconocible, con un rostro que ocupa el lugar del poder soberano. No es mi intención negar que en algunos casos este tipo de gobiernos efectivamente desarticula prácticas específicas de la organización y participación democrática. Más bien me interesa señalar que, obstinándose en encontrar en esa figura al culpable de todos los males, no se pueden analizar otros factores relevantes de la crisis de los sistemas democráticos. Se trata, en sí misma, de una perspectiva con un espíritu muy poco democrático, ya que reduce los principales problemas a la actuación de unas pocas figuras, la de “los políticos”; quienes la sostienen se identifican a sí mismos por fuera de la ecuación y se ahorran así la revisión de sus propios hábitos.

Cuando pensamos en el término “neoliberalismo” por lo general lo asociamos primariamente a un tipo de política económica que tiende a reducir el déficit fiscal, achicar y privatizar la estructura estatal, desregular importantes sectores de la economía y poner énfasis en su sector financiero. En este sentido, nuestro país ha implementado planes económicos basados en este enfoque tanto en la última dictadura militar como en diversas etapas democráticas posteriores. No debemos, sin embargo, suponer que la única forma en la que se erosiona la democracia es mediante la instauración de regímenes dictatoriales, esta forma de pensar tiende a acercarse de algún modo al modelo de pensamiento político al que anteriormente nos referíamos: se enfoca principalmente en el carácter represivo del poder político y se pierde de vista otros aspectos menos evidentes.

Podemos preguntarnos por los efectos del neoliberalismo en el entramado democrático desde otra perspectiva. Para ello, debemos ampliar la mirada y comenzar a pensar en todos los aspectos no directamente económicos mediante los que produce un estilo de vida, una sociabilidad y unas costumbres que desintegran de modo silencioso algunas características básicas de la democracia. Este tipo de análisis requiere el esfuerzo de superar el señalamiento de ciertas personalidades o sectores definidos de la sociedad (empresarios, rentistas, medios de comunicación masivos) para comenzar a comprender un fenómeno mucho más amplio que no puede reducirse a unos pocos pero poderosos actores sociales.

Wendy Brown, profesora de Ciencias Políticas en la Universidad de Berkeley (California) ha realizado contribuciones relevantes en esta línea de investigación. Su libro publicado en 2015, El pueblo sin atributos – La secreta revolución del neoliberalismo, tiene como principal objetivo hacer un análisis minucioso del modo en que el neoliberalismo destruye las formas de autogobierno del pueblo. De hecho, el título original del libro Undoing the demos es más explícito en torno a cómo se deshacen los colectivos que instituyen formas de autonomía y se abre paso a las técnicas de gobernanza contemporáneas.

La reconversión de las prácticas estatales, institucionales y subjetivas hacia formas de competitividad empresarial, impide cada vez más evaluar cualquier tipo de acción, proyecto individual o colectivo, si no es en los términos de la capitalización y el retorno de la inversión. Si vemos diariamente cómo el concepto de libertad queda reducido a la no obstaculización de la libertad de mercado es porque nos pensamos cada vez más como inversores que requerimos reglas de juego claras para conseguir los mejores resultados posibles. La figura del ciudadano que delibera en conjunto con sus pares se ha diluido en el empresario de sí mismo que compite con los otros y consigo, para aumentar sus rendimientos indefinidamente.

¿Lo que estamos confirmando no es simplemente el enorme poder del ámbito económico sobre el político? ¿No ha sido siempre así de algún modo y aún más en los últimos siglos? Es necesario ser cuidadosos para no suponer que se trata de “la misma historia de siempre”, más bien parece que estamos asistiendo a la cancelación de las condiciones de posibilidad de la democracia a manos de prácticas y hábitos economicistas. Afirma Wendy Brown que “los valores económicos no simplemente han sobresaturado lo político o han adquirido predominancia sobre lo político. Por el contrario, una iteración neoliberal del homo economicus está extinguiendo al agente, la lengua y los dominios a través de los que la democracia –cualquier tipo de democracia- se materializa.”

Debemos ser capaces de interpelar nuestro deseo de democracia. Seguramente lo estamos dando por sentado porque el espíritu de nuestra época así lo impone, pero sin dudas no se trata de una situación natural. El autogobierno del pueblo es lo que debemos producir y profundizar, en lugar de darlo por sentado o pensar que queda resguardado por un conjunto de instituciones de las que cada vez se participa menos mientras se persiguen con más ahínco formas de “realización personal”. Quizás la democracia sea una potencia, un derroche, una forma de lujo colectivo que no entra en el cálculo utilitario y que, como tal, sea el resguardo último de otros modos de vida.

*Profesor de Filosofía (UBA – UNSAM). Twitter: @TallerFilosofia