A casi cinco meses de su asunción, el gobierno perdió por primera vez el control de la agenda. El conflicto desatado por las prisiones domiciliarias acabó por tomar la forma de dos cacerolazos, que probablemente hallen su tercera parte en la “marcha de los barbijos” convocada por redes sociales para este jueves.

El reclamo fue sonoro, acaso más de lo que se esperaba. Y si tomamos como válidas las encuestas que le otorgan casi el 90% de aprobación a Alberto Fernández, entonces es evidente que las cacerolas saltaron la grieta, expresando descontentos no sólo de la oposición más acérrima sino también de algunos sectores que, cuanto menos, sienten o sentían afinidad por las políticas desplegadas por Alberto Fernández.

No ha sido menor el papel jugado por la desinformación. Valga reiterar que no han habido ni habrán “liberaciones masivas” -como repitieron incesantemente diversos medios de comunicación y actores políticos-, sino un puñado de miles de prisiones domiciliarias temporales sobre una población carcelaria de más de 100 mil reclusos. Como con casi todas las medidas tomadas desde el inicio de la pandemia, no se ha tratado de nada sustancialmente diferente a los sucesos del resto del mundo. Los discursos que sostuvieron que está aconteciendo una “apertura de puertas de las cárceles”, o que se conformarán “patrullas de presos” que “amenazarán jueces” y “expropiarán el capital”, han estado ajenos a cualquier atisbo de realidad.

Aun así, el gobierno tuvo dificultades para clausurar la polémica. Las explicaciones pedagógicas de que el Poder Ejecutivo no tiene la potestad de dictar excarcelaciones hicieron poca mella en el debate público. Tampoco parecen haber sido lo suficientemente contundentes los señalamientos de que efectivamente hubo casos en los que no se respetó la acordada de la Cámara de Casación, que hubo domiciliarias indebidas y que esas resoluciones no deberían ser en absoluto aceptables.

Ahora bien, ¿era posible para el oficialismo esquivar el escarnio público luego de que la cuestión penal se instalase en la agenda? ¿Una mayor velocidad de reacción o una conferencia de prensa con filminas hubieran logrado zanjar la polémica? ¿O, cuanto mucho, el conflicto cambiaría de rumbo y acabaría apuntando contra la justicia?

No sería aventurado sostener que la intencionalidad política de la oposición y el discurso de numerosos medios de comunicación fueron condición necesaria para que se desarrollen los cacerolazos, pero probablemente no hayan sido suficientes. La emergencia de las protestas puede suponer la instigación por parte de actores con altos niveles de influencia, pero sus llamados difícilmente sean efectivos si no tocaran una fibra social sensible. Por otro lado, tampoco resultan suficientes las etiquetas de “derechismo” o “punitivismo” como factores explicativos. Lejos están de ser sentimientos o valores innatos, aun si la creencia en la justeza moral de las desigualdades o la pulsión por el castigo efectivamente existen.

Por lo contrario, si asumimos que la cuestión penal entrecruza variables e ilumina contradicciones podrían hallarse algunas pistas. ¿O es incompatible creer en Alberto Fernández, ser de extracción humilde o que tiene una visión progresista sobre diversos problemas sociales y que al mismo tiempo puede entrar en cólera ante cualquier atisbo de idea, rumor o noticia de que quienes hoy están presos van a resultar de una u otra manera “beneficiados”?

Es de esperar que el conflicto por las prisiones domiciliarias tarde o temprano sea desplazado por otros temas de la agenda y pase al olvido, pero no por ello deja de hacer las veces de síntoma de asuntos más indelebles. Más que expresar prejuicios culturales de los barrios más acomodados de Buenos Aires o ser muestra de la docilidad ciudadana ante la arrolladora fuerza de las fake news, es posible que los cacerolazos aporten elementos para comprender tensiones sociales irresueltas, iluminando aquello que ha logrado construirse como moralmente intolerable, resaltando resentimientos que se reproducen al interior de una misma clase y poniendo sobre la mesa los múltiples significados vigentes sobre lo justo y lo injusto.

Acaso este reclamo sea indisociable del inmenso aumento de la violencia social de las últimas décadas -una de cuyas formas es la “inseguridad”, aunque no solamente-. Acaso detrás de la indignación ciertamente generalizada por la “liberación” de presos se esconden sentimientos de temor, que distan de ser racionales y tienden a estar ligados a sentidos sobre la justicia, el esfuerzo y el valor de la vida de uno y de los otros. Y difícil sería abordar este problema sin recordar el mal funcionamiento del sistema de justicia, que ciertamente tiene a decenas de miles de presos sin condena firme, pero también a una inmensa cantidad en la calle, impune. Amén de la discusión sobre el encierro como forma de castigo, y más allá del convencimiento colectivo que exista sobre la naturaleza social de la violencia, portamos nociones acerca del bien y el mal, acerca de lo moralmente posible e inaceptable, sobre las que el sistema de justicia no logra operar en consecuencia. No casualmente, la punta de lanza social de las noches de agitación desde los balcones fueron los familiares de víctimas de crímenes de distinta índole.

Comprender los cacerolazos requeriría por ende abordar el problema de la impunidad, que no es otro que el de los femicidios, la inseguridad, la corrupción y la dictadura, entre tantos otros reclamos de justicia que surcan a la sociedad. Esa fibra sensible que vuelve efectivas a las fake news y los clamores opositores no es sino la cuestión penal, que rápidamente se convierte en demandas de retribución moral. Si afirmaciones tan difundidas estos últimos días como “nosotros estamos encerrados por la cuarentena mientras los presos salen a la calle” se parecen a “nosotros trabajamos duro mientras los vagos viven de planes”, o a “yo pago impuestos mientras los políticos se roban todo y cobran fortunas”, posiblemente no sea pura coincidencia.

Todo esto redunda, como es natural, en el corrimiento del gravamen a las grandes riquezas de la agenda política. Efectos secundarios de una “grieta” que, evidentemente, tiene más dimensiones que la simpatía por tal o cual partido, y excede la mejor vocación pedagógica que el gobierno pueda destinar a explicar que no es el Poder Ejecutivo el que encarcela ni libera a las personas en nuestro país.

 * Sociólogo y Doctor en Ciencias Sociales (Universidad de Buenos Aires). Becario posdoctoral del CONICET e investigador del Centro de Estudios Sociopolíticos (Instituto de Altos Estudios Sociales, Universidad Nacional de San Martín). Twitter: @AndresScharag