La propensión a definir la realidad contemporánea en función de una “grieta” se ha convertido en lugar común del análisis político. El considerable consenso que rodea a esta categoría ha provocado que se proyecte hacia el pasado para dar sentido no sólo al presente, sino a la historia argentina toda. Morenistas y saavedristas, federales y unitarios, rosistas y antirosistas, porteños y provincianos, oligarquía y pueblo, el régimen y la causa, peronistas y antiperonistas: el listado de enfrentamientos funge como prueba irrefutable de la veracidad del razonamiento. Sin embargo, es todo lo que la categoría oculta, ignora y deja de lado lo que permite semejante plasticidad y lo que, a la larga, provoca un entendimiento escaso de nuestro pasado y, lo que es mucho más grave, de nuestro apremiante presente.

Es imposible explicar en un texto tan breve hasta donde esta visión dicotómica describe mal la realidad del pasado que la  producción de los historiadores viene iluminando desde hace ya tres décadas. Para los actores de ese pasado, las alternativas eran por lo general más variadas y complejas que, por tomar un ejemplo, la sencilla opción entre unitarios y federales. Baste recordar que eran federales muchos de los perseguidos y asesinados por el también federal Rosas, y que fue otro federal el que formó y lideró el ejército repleto de federales que lo derrotó. Las relaciones entre provincias con intereses diversos, a veces aliadas y otras enfrentadas, explica mucho mejor que cualquier mirada rígidamente binaria los procesos políticos de ese período.

Pero, si se trata de identificar alguna característica relevante y persistente de nuestra cultura política, capaz de explicar las constantes dificultades para establecer un régimen más o menos estable y que nos permita convivir sin que la violencia verbal o física domine el panorama, no es a una “grieta” que debemos prestar atención,  sino a la ya secular tendencia a considerar las identidades políticas partidarias como equivalentes al  “pueblo argentino”. Si un partido o agrupación, cualquiera sea ella, se imagina encarnación única de la voluntad del “pueblo”, inevitablemente otra parte de los argentinos quedarán excluida de ese “pueblo”.

Los orígenes de este estilo político: por un lado, la tradición española, cuya naturaleza corporativa iba de la mano de la idea de que dichas corporaciones hablan con voz unánime. Luego de la Revolución de Mayo, el unanimismo persistió en los lenguajes políticos y alcanzó su mayor expresión durante el rosismo. Más tarde, este rasgo de origen hispánico empalmó con una versión más moderna de la democracia, de matriz francesa/roussoniana, que quiere ver en el pueblo soberano (y ya no en cuerpos corporativos) la manifestación de una naturaleza y una voluntad única e indivisible.

Al igual que en Francia, las previsiones del liberalismo imperante hasta aproximadamente la guerra de 1914 tendieron a equilibrar esta tendencia a la unanimidad, a través de la asimilación de la voluntad popular con la razón, entendida como una referencia objetiva que está más allá de las ideas diversas de los ciudadanos. Por tanto, nadie es el vocero de esta razón, la cual se conoce solo mediante el debate de ideas. Esta inflexión de matriz ilustrada, construye una especie de concepción epistemológica de la democracia, en la cual la pluralidad de opiniones, la libertad de expresarlas y la deliberación son condición para conocer la voluntad siempre única del pueblo. Una paradoja que permite conjugar la definición unánime del “pueblo” con una práctica política sustentada en el debate de ideas diferentes.

Los cambios ideológicos de las primeras décadas del siglo XX y la irrupción de la política de masas produjeron un paulatino pero firme abandono de todas estas previsiones liberales. Al difundirse nuevas concepciones del “pueblo” de raigambre antiliberal, según las cuales su voluntad reside por arte de algún maravilloso milagro en el cuerpo o la voz de un líder esclarecido  y su partido (como sucedió con Hipólito  Yrigoyen o Juan D. Perón) o en la de alguna institución salvadora (como fue el caso de las FFAA o la Iglesia), borraron de un plumazo cualquier valoración preexistente del pluralismo político. Esa es la característica central que define todos los enfrentamientos de nuestro siglo XX: salvo el breve momento que siguió al fin de la última dictadura y el comienzo del gobierno de Alfonsín, la expresión de diferencias políticas remite a un espacio considerado, en esencia, nocivo e ilegítimo.

No hay dudas de que la política actual mantiene viva esta histórica dificultad para entender y aceptar la mutiplicidad de opiniones, pero se agregan elementos novedosos que le dan un tono más radical. Las disfuncionalidades de nuestro sistema político intensifican sus consecuencias negativas cuando se despliegan en paralelo el cuadro de una decadencia general del país, que se expresa en la caída libre de su economía y en una cada vez más extensa catástrofe social. La recurrente apelación a la metáfora de unos políticos que bailan en la cubierta del Titanic, significativamente utilizada a uno u otro lado de la “grieta”, demuestra que alguna intuición al respecto recorre a nuestra sociedad.

Pero, en un aspecto más específicamente político, el estilo derivado de la desarticulación de cualquier idea de objetividad, puntal del pensamiento posmoderno y de la entronización de la llamada “posverdad”, suma un elemento más en respaldo de este oscuro panorama. Al relativizar e incluso descartar cualquier razonamiento diferente, a través del acto de ignorar su estructura interna para asociarlo “in toto” con los intereses del sujeto que lo emite, deshecha radicalmente cualquier mecanismo de deliberación capaz de alcanzar consensos que, al fin y al cabo, solo pueden ser resultado de la certidumbre de la existencia de alguna clase de verdad objetiva. Así las cosas, la “grieta” contemporánea ya no expresa un simple disenso sobre tal o cual punto capaz de articular una discusión política, sino que define verdaderas colectividades de entendimiento y de valoración de datos y pruebas. En estas condiciones, solo la eliminación –o como mínimo el silenciamiento- del sujeto emisor diferente permite la resolución del conflicto, ya que junto con él se elimina el argumento.

Así las cosas, la tendencia a la exclusión, que fue característica de nuestra vida política y que explica la constante polarización, se acentúa aún más en nuestros días, aun cuando nos cansemos de repetir, como una aburrida letanía, que  la inclusión es lo que nos define. No hay reconocimiento de la diferencia política, por tanto, no hay nada que incluir, y el lenguaje de la política ya no se distingue del estilo tribunero y barrabrava que, por ejemplo, es el que satura las redes sociales. Como lo ha afirmado el gran historiador Tulio Halperín Donghi, vivimos en “una nación, envuelta hoy más que nunca en una guerra despiadada contra sí misma”, con amplias chances de ganarla, deberíamos agregar.

*UBA - CONICET