Para combatir la pandemia, el presidente Alberto Fernández tomó una serie de medidas que generaron descontento en una parte importante de la sociedad argentina. Era esperable: décadas de un individualismo muy mal comprendido disminuyeron dramáticamente nuestra capacidad de representarnos las instancias colectivas de la vida social. Debido a ello, toda medida de prevención que suponga restricciones es rápidamente interpretada como un atentado contra las libertades individuales, dejando de lado cualquier ponderación que involucre a terceros. Era igualmente esperable que el arco opositor procurara utilizar este descontento como caja de resonancia para criticar al oficialismo, pues la contienda discursiva es una parte del juego de la política partidaria. Lo que resulta inaudito es que, en medio de este contexto tan delicado, algunas voces contrarias al gobierno fueran más allá y comenzaran a poner en cuestión a la democracia.

Latinoamérica tiene una larga y penosa tradición en lo que respecta a la interrupción del orden democrático. Es cierto que las dictaduras genocidas que desolaron nuestra región durante las últimas décadas del siglo XX suelen pensarse como una etapa ya superada. Pero no es menos cierto que en años recientes hemos presenciado eventos peligrosamente semejantes, como el lawfare que terminó con la destitución de Dilma Rousseff en Brasil o el derrocamiento de Evo Morales en Bolivia.

Dentro del contexto latinoamericano, la democracia argentina parece siempre obligada a rendir cuentas. Esto se debe en gran medida al accionar de fuerzas conservadoras que persisten en el propósito de boicotear sus bases. Pero a menudo también terminan operando en contra de la democracia aquellos que dicen defenderla. Así sucede, por ejemplo, cuando las alternativas partidarias son presentadas como disyuntivas morales: seguridad o miedo, libertad o censura, república o demagogia, luz u oscuridad. Formulaciones de este tipo podrían resultar pertinentes en un plano teológico-religioso, pero tienen poco que ver con el encausamiento de las diferencias y la gestión de los conflictos, elementos que son propios de cualquier agrupación humana. Esta postura maniquea obtura cualquier posibilidad de debate y anula el espacio para el intercambio de argumentos, lo que produce que la democracia pierda gran parte de su sustento.

Tampoco ayudan a fortalecer la democracia quienes sostienen que el electorado decide exclusivamente a partir de la influencia interesada de los medios masivos de comunicación. Esa afirmación simplifica en exceso los procesos de toma de decisiones de los ciudadanos, que suelen involucrar elementos muy diversos. Pero además ubica a los votantes en el lugar de títeres manipulables, lo que queda reñido con el postulado de igualdad de capacidades intelectuales, uno de los pilares sobre los que se sostiene cualquier sistema democrático moderno.

Este delicado panorama exige de nosotros una reflexión comprometida, pues resulta indispensable entender qué es lo que está efectivamente en juego. La democracia es una forma de elección de representantes políticos, pero no se reduce a la estadística; antes bien, involucra una serie de aspectos fundamentalmente cualitativos. La democracia es una lógica de convivencia social que se basa en un compromiso colectivo: aceptar que el otro es un adversario antes que un enemigo. Cuando este compromiso se desatiende, es decir, cuando no hay reconocimiento de la condición del adversario y cualquier disputa queda planteada en términos de enemistad, no queda ni tiempo ni espacio para la democracia ni tampoco para la política. Donde se acaba la política, aparece la guerra. Y en la guerra siempre pierden las mayorías.

Por eso, resulta fundamental tener presente la importancia estratégica de la democracia. Debemos recordar que, sobre todo en la particularidad de la historia argentina, ella aparece como el acuerdo básico dentro del que deben encuadrarse todos nuestros desacuerdos. Ser democrático es una convicción que debería recorrer de manera transversal e indefectible a todas las identidades partidarias. De allí que debamos mantener una atención vigilante: más allá de las enormes complejidades a las que nos enfrenta este presente, no debemos olvidar que la democracia debe ser defendida. Ese es el camino que elegimos como sociedad y con el cual debemos permanecer comprometidos.

*Profesor en Filosofía y Doctor en Ciencias Sociales. Docente universitario. Investigador de Centro de Estudios sobre el Mundo Contemporáneo de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF). Twitter: @boti927