Si se repite en octubre el resultado de agosto, el de Axel Kicillof será el triunfo del optimismo de la voluntad. No hay otro modo de caracterizar a quien, hacia fines de 2015, a pocos días de asumidos Mauricio Macri y María Eugenia Vidal, y en la cresta de la ola antikirchnerista, se lanzó a predicar a contramano de lo que se había votado pocas semanas atrás, siendo después de Cristina Fernández quien mejor personifica a su espacio. Sobre todo si se computa que se mandó a hacerlo en provincia de Buenos Aires cuando su physique du rol, inicialmente, no parecía hecho a la medida de los prejuicios dominantes sobre dicho territorio. Más aún: ¿cuánta racionalidad había en alguien que se metía a dar una pelea directa contra el furor propagandístico de aquella hora, incluso por encima del mismísimo presidente, tocada supuestamente por la varita mágica de una imbatibilidad a prueba de balas? Kicillof no apostó al arrastre negativo del fracaso del gobierno nacional: se enfocó específicamente en Vidal.

Pero el eventual éxito, de confirmarse, será también el de alguien que enriqueció su imagen en los pasillos de los palacios a partir de sumergirse en las aguas bravas de la rosca. Habiendo ingresado a la Cámara de Diputados de la Nación justo a la hora en que no parecía haber allí lugar para otra cosa que levantamiento de manos a favor del ajuste, y sin resignar nunca la firmeza de sus convicciones, muy pronto empezó a ganar reputación como interlocutor del bloque kirchnerista con integrantes de otras tropas. Debido al contenido mayormente económico de los proyectos de ley que enviaba Macri, Kicillof sorprendió a ajenos en las siempre complejas negociaciones legislativas, desmintiendo las descalificaciones tirapedristas que aún lo persiguen. Cierta vez, allá por 2016, la construcción de alguna mayoría estaba condicionada a la consideración del histórico reclamo de la provincia de La Rioja por los puntos de coparticipación que en su momento perdió. Quien discutía esos detalles en la antesala del recinto junto a Sergio Casas y Luis Beder Herrera, actual y anterior gobernadores riojanos, era para sorpresa de muchos el último ministro de economía de CFK. Llamó la atención.

 Jorge Luis Borges escribió, en 1945, el cuento El Aleph, que desde entonces fue utilizado incontable cantidad de veces para metaforizar la posibilidad de observación de un universo de cuestiones a partir de un punto que pareciera que los congrega a todos en un mismo sitio.

Algo así sucede con Axel, a partir de quien es posible ver todas las variables que se concatenaron para que lo que parecía utópico hace muy poco, el regreso del peronismo a los gobiernos nacional y bonaerense en 2019, esté muy cerca de concretarse.

Además de la mezcla virtuosa entre ideología y negociación que hizo falta recuperar para la reunificación peronista (y su ampliación en el Frente de Todos), sin la cual hoy el macrismo todavía conservaría expectativas, Kicillof sintetizó en su candidatura muchos otros expedientes que se discutieron durante estos casi cuatro años de neoliberalismo, y que mientras seguían pendientes de resolución favorecían el sostenimiento de la administración de los gerentes.

Si desde 2016 proliferaron grupos de intendentes cuyo mayor problema para asumir la postulación al sillón de Dardo Rocha era que todos pesaban muy parecido para que alguno primara sobre el resto, el diputado emergió como opción que permitió saltar por encima de dicho entuerto sin heridos. Si la unidad amplia a nivel nacional dependía de un gesto de generosidad como el que practicó Cristina a favor de Alberto Fernández, el vencedor de Vidal en las primarias, quizá la mayor apuesta de la presidenta mandato cumplido a futuro, luego de su crecimiento como dirigente y a caballo de un trabajo territorial que había comenzado mucho antes de siquiera pensarse un armado como Todos, conformó hasta a Sergio Massa (que rechazaba ese puesto) como contraprestación que recibía su mentora por el corrimiento. Si la pésima campaña oficialista fue tema porque se suponía el mejor arte de Marcos Peña y compañía (hasta que se comprendió que la comunicación puede mejorar una gestión discreta pero no una desastrosa), a través de Kicillof se la puede estudiar bien, tanto por la novedad de lo casero de su despliegue que le dio la cercanía que fue perdiendo Cambiemos, como por haber sido blanco predilecto de los ataques que diseñó Balcarce 50 a falta de logros.

Independientemente de lo que surja de las urnas el 27 de octubre, Axel ya consiguió algo que se propuso cuando arrancó a caminar: como nunca, en esta campaña se debatieron las particularidades de la provincia de Buenos Aires, algo que usualmente no sucedía, pues se la trataba como un capítulo más de la puja nacional, producto de que suele votarse el gobernador en la misma fecha que el presidente y de que su estructura financiera la vuelve muy dependiente de Casa Rosada. Si la crítica habitual era que se había establecido una suerte de intervención sobre el territorio bonaerense, Vidal agravó esa disfuncionalidad hasta el paroxismo, volviéndolo casi ministerio del poder ejecutivo, lo que se puso de manifiesto al comprobarse que el endeudamiento con que la gobernadora ha jaqueado a las arcas locales no respondió a una decisión autónoma sino a la necesidad de Macri de alimentar el esquema de fuga. Tantos dólares hacían falta que no bastaba con los que tomaba el poder central, y entonces se acudió al auxilio de un distrito que no emite moneda ni tiene ingresos en divisas.

Ante el riesgo de que la pauta y su condición de Plan B del establishment para el caso de un hipotético fracaso presidencial hicieran zafar a Vidal de sus propias culpas, Kicillof puso en agenda los dramas del cuatrienio de la chica de Flores, el peor desde 1983.

Haber puesto tan alta la vara será, en caso de ratificarse su victoria, otro desafío para Axel a futuro, porque se le reclamará por los agujeros que bien señaló. Pero es de esperar que no tema: si algo ha quedado claro es que se motiva en la adversidad. Hecho para la ocasión.