La política social de un país tiene tres grandes “patas” que se combinan y entrelazan con otras políticas, fundamentalmente con las económicas. La política laboral regula la producción de empleo y la forma en que éste funciona (cómo se contrata, cuánto se paga, cómo se alimenta y administra la seguridad social, etc.). La política de servicios ciudadanos supervisa la provisión de servicios básicos (educación, salud, vivienda, infraestructura); y la política asistencial interviene sobre los grupos en situaciones de riesgo (víctimas de situaciones de necesidad material, catástrofes naturales, etc.).

 En Argentina, hace más de cuatro décadas que la economía (con altibajos e intermitencias) produce empleo insuficiente en cantidad y calidad, respecto de la población del país, sus calificaciones y expectativas. Por lo que la política laboral tiene funciones altamente frustrantes: contener todo lo posible el desempleo, evitar que se multiplique el empleo informal, gestionar un sistema de seguridad social que tiene cada vez más gastos y menos recursos. Como consecuencia de las mismas limitaciones económicas, el gasto público social resulta cíclicamente insuficiente para sostener la calidad y cobertura clásicas de los servicios públicos, que solían ser notables (a pesar de sus diferenciales de calidad, sobre todo en salud). Una “dificultad” adicional es que, en Argentina, esta pata de la política social es esencialmente provincial, y los Estados provinciales tienen importantes problemas financieros. Finalmente, y como corolario de lo anterior, la política asistencial se ha venido transformando en un sistema de atención casi exclusivamente enfocado en las situaciones de pobreza monetaria y material. Dada la dimensión y resiliencia de estas últimas, su importancia es creciente. Su bajo costo y su usabilidad electoral ayudan.

 Desde este punto de vista, los dos últimos gobiernos nacionales se han visto en serios problemas para cumplir las funciones esenciales de política social, con dos importantes diferencias: timing, disponibilidad de recursos y perspectivas ideológicas.

 Durante los gobiernos de la coalición Frente para la Victoria (2003-2015) hubo dos etapas marcadas. En la primera (2003-2010) se combinaron positivamente el crecimiento de la economía y el aumento del gasto público, con una visión enfocada en generar empleo, ampliar el acceso a la seguridad social, elevar los pisos de cobertura y calidad de los servicios públicos (aunque sin transformar su estructura y distribución institucional), y orientar la política asistencial en sentido de derecho ciudadano. A pesar de que importantes déficits en la calidad de la gestión estatal y del alto costo de las intermediaciones políticas (aspectos característicos de la democracia argentina) limitaron una parte de su potencial, el impacto de estas políticas fue notable.

 El cambio en la coyuntura comercial y financiera global, sin embargo, mostró las fragilidades de las economías en desarrollo, activando o agravando, con pocas excepciones, procesos de estancamiento y recesión económica. Estos procesos tienen como consecuencia inmediata la caída de la cantidad y calidad el empleo, así como la reducción de la disponibilidad de recursos públicos. A su vez, esto multiplica las responsabilidades de la política social, mientras que reduce su margen presupuestario. El gobierno argentino “acolchonó” un tiempo las consecuencias de estos efectos, apostando a que fueran pasajeros. Sin embargo, se fueron agravando y escapando al control de la política pública hacia el final de la gestión.

Los inicios del gobierno de la coalición Cambiemos (2015-) mostraron la combinación, novedosa para Argentina, de una lectura neoconservadora clásica de la coyuntura económica, con una visión heterodoxa del rol que le correspondería a la política pública. Se esperaba, al igual que la gestión anterior, que la crisis global ya hubiera pasado. Se esperaba, asimismo, que un ajuste estatal no muy pronunciado, combinado con mayor calidad y eficiencia de la gestión, y medidas neoclásicas de desregulación y apertura comercial, producirían un crecimiento económico rápido, capaz de generar empleo y restaurar las finanzas públicas. Se apostaba, finalmente, a no introducir cambios estructurales en la política social, hasta que el estancamiento económico no hubiese pasado, acaso para no repetir las combinaciones perversas de ajuste y recesión de 1989-1991 y 2000-2002.

 La política social de Cambiemos

 En términos de las tres patas de política social esto significó: (a) una modificación gradualista del empleo, favorable a una desregulación que no agravase la precarización laboral; y una reforma gradualista de la seguridad social, tendiente a reducir su costo con la menor pérdida posible de cobertura; (b) una continuidad selectiva del esfuerzo de gasto público en servicios ciudadanos, concentrando la pata federal en infraestructura social básica y dejando a las provincias el sostén del esfuerzo en educación y salud públicas; y (c) una continuidad selectiva del sistema asistencial, con sostén de su instrumento central, la Asignación Universal por Hijo, combinado con la reorientación focalizada de las demás herramientas de intervención.

Pese a que, durante el primer año de gestión, el plan pareció funcionar razonablemente, ya en la segunda mitad de 2017 las turbulencias globales dejaron al descubierto las debilidades y heteronomías de la economía argentina: la precariedad del empleo que produce, las fricciones inflacionarias, la falta de ahorro interno, el alto costo financiero del Estado. Por falta de perspectiva, insuficiente prospectiva, o aumento de las contradicciones ideológicas de la coalición gobernante, estos procesos se empezaron a combinar de manera perversa, una vez más.

 Hay por lo menos tres agravantes de la situación. En primer lugar, la coalición gobernante construyó su legitimidad política y electoral combinando el diagnóstico neoconservador con una promesa de gradualismo “normalizador”, pero la situación de la economía y las finanzas públicas sólo parece permitir un ajuste estructural neoconservador relativamente duro.

 En segundo lugar, la Argentina tiene un importante problema de baja calidad relativa de su economía capitalista (baja productividad y competitividad, baja calidad y cantidad de empleo), que hace que los estancamientos y las recesiones produzcan rupturas serias de los encadenamientos productivos y rápida precarización del empleo. Esto significa que hacen falta muchos recursos y mucho tiempo para que el sector público pueda “acolchonar” estos procesos, mientras apunta a transformarlos (si ese fuera el objetivo).

En tercer lugar, Argentina es un país periférico con enormes problemas de financiamiento estatal, todos de muy larga data. Carece al mismo tiempo de ahorro interno y de crédito global, por lo que sus recesiones activan riesgos de bancarrota estatal (“defaults” de deuda pública) muy importantes, y evitarlos implica un endeudamiento de alto costo financiero. Los recursos nacionales no alcanzan para hacer ese esfuerzo, y al mismo tiempo sostener las consecuencias sociales de un capitalismo de baja calidad y un ajuste estructural del Estado. Su insuficiencia amplifica los problemas financieros de las provincias, que son las responsables de una parte importante del gasto social, y que reciben una alta proporción de sus recursos del Estado federal.

En términos de política social, es esperable que los años que vienen no traigan ninguna buena noticia. La política laboral seguirá conteniendo -probablemente con poco éxito- las consecuencias de la baja calidad y cantidad de empleo disponibles. Seguirá buscando alternativas para que el peso de la seguridad social no asfixie a las finanzas federales, lo cual es probable que tenga consecuencias de cobertura y calidad del sistema previsional. El ajuste del sector público disminuirá los recursos disponibles para gastos corrientes (lo que redunda en despidos agravatorios de la situación laboral) y limitará las opciones de inversión en la mejora de los servicios gestionados por las provincias (educación, salud, infraestructura social). La política asistencial seguirá ocupando un rol central de recurso de última instancia frente a la degradación de las condiciones materiales de vida de los ciudadanos, con la ventaja relativa de que su costo es relativamente menor y su impacto político-electoral parece ser más mecánico.

 Un mejor escenario sólo podría provenir de un cambio en la coyuntura global que se combinase con una coalición gobernante más inteligente frente a las posibilidades y limitaciones de un capitalismo periférico, así como más sensible a la importancia de la calidad de la gestión estatal y la orientación ciudadana de las políticas públicas.

*Licenciado en Ciencia Política y Doctor en Estudios Sociales Latinoamericanos por la Universidad de la Sorbonne-Nouvelle (Paris III, Francia). Director de la Maestría en Planificación y Evaluación de Políticas Públicas, en la Escuela de Política y Gobierno de la Universidad Nacional de San Martín (Buenos Aires). Coordinador Académico del Programa de Desarrollo Humano en FLACSO Argentina