En todo juego de naipes hay un momento inicial donde los competidores se permiten espacio para armar su juego. Se conceden libertad de acción y, en silencio, se miden mutuamente. Hasta que, llegado un punto, alguno de los participantes delata las cartas. Ahí empieza la tensión y no hay vuelta atrás. Uno de los dos pierde o, directamente, todos se van al mazo. Y a empezar de cero. En esa disyuntiva está el oficialismo.

El Frente de Todos parece haber llegado a su punto de inflexión: tener que blanquearle a la sociedad de qué hablaban cuando hablaban de “unidad” allá por 2019. Tras dos años donde la pandemia puso la rosca en pausa y permitió un “vamos viendo” donde todo se podía conversar, finalmente llegó el FMI y fue momento de pasar los números en limpio y con fechas de vencimiento.

Ahí terminó de salir a la luz de qué estaba hecha la unidad o, en todo caso, qué era lo que le faltaba. Hoy es ese el reproche que está en boca de todos los peronismos, en especial entre sus dos socios mayoritarios, el cristinismo y el -todavía indescifrable- albertismo.

Esta mañana Daniel Gollan criticó a los sectores con “representatividad prestada”, que hablan “como si los votos fueran de ellos”. Intencional o no, Gollan habla en nombre de un sector que acumuló electorado y, una vez en el Gobierno -según reprocha-, no tiene parte en las decisiones de Casa Rosada. “Tenemos votos, pero no tenemos voz”, parece recriminar el ex ministro de Salud del kirchnerismo.

Del otro lado, casi en simultáneo, el propio Alberto Fernández, se defiende en un programa radial. Si Cristina Fernández de Kirchner se ha decidido a clavarle el visto en los mensajes, el Presidente apuesta a hacerle llegar el mensaje a través de los medios.

Cuando me propusieron que me hiciera cargo de esto yo sabía que iba a tener que tomar decisiones y esperaba que me acompañen”, dijo el presidente. En ese sentido, “hacerse cargo de esto” es un llamado de atención a quienes lo convocaron para sacar a Cambiemos del gobierno, pero no para ser dueño de su gestión. “Si ya saben cómo Gobierno, para qué me invitan”, sería el meme.

Alberto Fernández se ubica en un lugar de conflicto entre querer y no querer ser un líder de masas. Está parado sobre la excepcionalidad de ser un presidente peronista sin épica, sin bombos, sin Plaza de Mayo ni multitudes “bancando el proyecto”. Fernández reclama respeto por un proyecto de gobierno que nadie, ni siquiera él, estaría dispuesto a defender a los gritos. Un vacío de autoridad que, a esta altura, no se resuelve con “declarar la guerra a la inflación”. El electorado necesita soluciones, pero no come vidrio.

Por otro lado, la figura de Cristina Fernández de Kirchner se vuelve ineludible como el gran centro de gravedad del sector que hoy se planta contra el Alberto Fernández. La vicepresidenta que eligió al presidente –y no al revés- en 2019, la misma que selló el destino de “los funcionarios que no funcionan” en 2020, y que con una sola carta hizo temblar las paredes del FdT tras la derrota electoral del 2021. Una conducción silenciosa que, a fuerza de militancia y twitter, mantiene una llegada sólida en ministerios, intendencias, gremios y unidades básicas.

En el centro de las discusiones, la unidad. La carta que todos piden.

Mientras tanto, puertas afuera del oficialismo, la comida es cada vez más cara, el malhumor social crece y la oposición se relame. CFK lidera sin gobernar. Alberto Fernández gobierna sin liderar. Una contradicción que, tarde o temprano necesitará encontrar una síntesis que permita al FdT encauzar su juego. O repartir las barajas y empezar desde cero.