El discurso económico cotidiano revela una adaptación pragmática a los interminables desafíos del crecimiento argentino. Al principio del cambio de gobierno se creía que la actividad estaba estancada hace cuatro años como consecuencia de las regulaciones que alteraban el normal funcionamiento de la economía, a lo que se sumaba una actuación desencaminada del Banco Central, que provocaba una inflación perfectamente evitable. Se seguía de este diagnóstico que una vez removidas las distorsiones y ejecutada una política monetaria consistente, la economía vería liberar sus fuerzas productivas para recuperar el crecimiento, crear empleo, y cumplir con una de las promesas más impactantes de la campaña: acabar con la pobreza.

Esta visión facilista pronto tornó en desencanto con un año 2016 muy difícil, pero el optimismo volvió con un 2017 con mejores resultados. La explicación del buen año impar se sostenía en una respuesta positiva de la oferta: impulso a la producción agropecuaria, insumos importados accesibles, mayor eficiencia productiva y el florecimiento de emprendimientos privados. Comenzado 2018, Argentina se preparaba para romper el maleficio de las recesiones en año par ocurridas desde 2012, pero hace pocas semanas la esperanza se hizo añicos. Una corrida cambiaria que anticipó una futura falta de divisas para pagar la deuda externa desestabilizó el tipo de cambio trayendo consigo, como es usual, recesión e inflación.

Haciendo un triste recuento, fue aquel 2012 el año que marcó el comienzo de lo que estamos cada vez más cerca de etiquetar “la nueva década perdida”. Luego de ciclos de subas y bajas con alternancia anual del PIB, hoy el nivel de producto es prácticamente el mismo que el de 2011, y bastante más bajo si lo medimos en términos per cápita. Y hablando de la necesidad de dólares, las cantidades exportadas suman hoy 10% menos que las de 2011.

Si nuestro objetivo es alcanzar a los países desarrollados (un proceso denominado catching up), el reto es máximo. Asumiendo que los ricos crecen durante 50 años al 1,8% per cápita anual, Argentina debería expandirse durante media centuria al 3,4% anual per cápita para ponerse a tono. La mala noticia es que desde 1980 hasta la fecha, el crecimiento per cápita de nuestro país apenas superó el 1% anual. 

Si bien hay algo de verdad en que Argentina es un país especial, cuando comparamos con otros países de ingreso medio, nuestro flojo desempeño está lejos de ser excepcional, y México, Sudáfrica o Brasil han mostrado problemas similares para salir de la “trampa del ingreso medio”. Algunas pocas economías lo lograron: desde 1960, 13 de 65 países, prácticamente todos asiáticos, lograron evitar la trampa. Pero justificar esto en la “cultura oriental” es apresurado: Tailandia, Indonesia y Vietnam, por ejemplo, todavía no despegan y su performance por ahora es más parecida a la de América Latina que a la de los países que los circundan.

Lo que hace tan especial a Argentina es su tendencia a observar períodos de alto crecimiento seguidos de crisis abruptas, que compensan buena parte de lo ganado. La variable clave aquí es la recurrente indisponibilidad de dólares, asociada al comportamiento de su comercio exterior. La reacción de las importaciones al crecimiento de largo plazo de Argentina se estima en 1,7; lo que significa que por cada punto de crecimiento, se requiere que las importaciones crezcan 1,7%. Pero la reacción de nuestras exportaciones al ingreso de nuestros socios ha sido exactamente la mitad: 0,85. De esta manera, en caso de crecer al mismo ritmo que nuestros principales socios comerciales, Argentina observaría una tendencia sistemática hacia la generación de déficits comerciales, lo que implica un aumento continuo de su deuda y, eventualmente, la necesidad futura de “ajustar” a la baja el crecimiento para servirla. 

La historia económica argentina parece indicar que su estructura productiva desequilibrada (exportaciones e importaciones con dinámicas divorciadas) no contribuye a la incubación de un proceso de crecimiento sostenido. Esta es la clásica “restricción externa” de crecimiento, responsable de los eventos cíclicos que llevan el conveniente nombre de stop-go.

Algunos economistas plantean que para hacer frente a estos obstáculos estructurales es necesario alcanzar y sostener un tipo de cambio competitivo, pero lograr este objetivo ha probado ser más dificultoso de lo esperado. Las soluciones para llegar al desarrollo están más alejadas de lo que muchos quieren hacer ver, y esta percepción, de ser cierta, obliga a tomarse el desafío del crecimiento con paciencia y un acuerdo social y político, condiciones que han escatimado en nuestra historia reciente.

*Economista, docente de Macroeconomía de la UBA, ex Director del Ministerio de Economía. Twitter: @Iron_Hic_Man