Nos encontramos en la antesala de un nuevo giro de la historia. El reloj de nuestra América, que sonó con Bolívar y con Martí, y más de una vez nos ha movilizado con sus campanadas, suena de nuevo. No tenemos derecho a permanecer en silencio.

Declaración de la Casa de las Américas ante el golpe de estado en Bolivia, 11 de noviembre 2019

La historia latinoamericana se repite, primero como tragedia y luego como tragedia. El continente Sísifo levanta cabeza, mejora sus indicadores, llega a la cima y vuelta a empezar. Al valle a recoger la piedra. Empujar la carga sobre la ladera empinada. Tal parece que nuestro héroe colectivo no logra zafarse de su destino de patio trasero, elaborar un presente y un futuro de independencia económica, soberanía política y justicia social.  

Primera pregunta. ¿Es posible hoy día salir de esta lógica, sustraerse al eje estadounidense y aun así permanecer en buenos términos con la potencia del norte? Pareció, durante diez o quince años, que sí. Ahora parece que no. Que “la fiesta” llegan con factura y fecha de vencimiento. ¿Los halcones nunca se fueron? El águila y el cóndor, tal vez, nuevamente agrietando los cielos.
Segunda pregunta. ¿Cómo se resuelve la cuestión de la continuidad de los procesos de bienestar popular y democrático, cuando todos y cada uno de los pases de postas a los sucesores fracasaron, ya por errores propios o porque fueron saboteados desde fuera? Daniel Scioli, Lenin Moreno, Nicolás Maduro, Dilma, Haddad y siguen las firmas. García Linera podría haberse postulado como sucesor, pero al contemplar la fragilidad de ese pase de posta, ¿tenía sentido desplazar a Evo? ¿Error, o la única opción para mantener en pie el modelo exitoso? La única fórmula que parece haber sorteado este escollo electoral es la de Alberto Fernández con Cristina Kirchner como vicepresidenta. Sin embargo, aún resta (a) llegar a asumir el cargo y (b) gobernar los cuatro durísimos años que se avecinan, en un continente incendiado.

Veamos. Un concepto que se encuentra profundamente arraigado en nuestro sentido común es el de la alternancia como indicador, casi sinónimo, de calidad democrática. Por supuesto es un concepto elaborado en el hemisferio norte, y vino a recalar aquí junto con todos los otros manuales de buena gobernanza y parámetros de democracia universalizados primero por Francia y luego por Estados Unidos.

Su origen se basa en la interpretación retrospectiva, occidental, sobre las polis griegas, que estaban flojas en feminismo pero sólidas en todo lo demás (?), donde la duración de los cargos en las magistraturas era de aproximadamente un año, con la imposibilidad de volver a ocuparlo durante cierto periodo. La realidad es que esta disposición fue hecha menos para contrarrestar la corrupción que para repartir los cargos entre la élite y contener, así, la presión ejercida sobre los terratenientes por parte de las clases comerciantes en ascenso. Una vez cumplido el mandato en la magistratura, estos miembros “eran promovidos” al Consejo, el órgano más poderoso de la polis. Los cargos en el Consejo, a diferencia de las magistraturas, eran de muy largo mandato o incluso vitalicios. Plop.

El consenso básico sobre la definición de democracia, hoy, está quebrado. Es decir, por un lado, democrática solía considerarse la tendencia a equiparar la base demográfica con la de ciudadanía. Lejos del mérito, lejos del elitismo, lejos de la productividad. Uno vota porque es. Punto. Existir es tener derechos. También es tener obligaciones, aunque este es un debate que el progresismo adeuda. (Por eso pierde competitividad, también).
Ahora bien, la democracia como sistema de gobierno y convivencia es legítima si y sólo si todos los actores se someten a sus reglas. Si un actor, o varios actores (independientes o en connivencia, implícita o explícita), rompen las reglas, entonces la democracia pasa a ser una instrumentalización para disciplinar a los sectores populares y sus representantes, es decir, los actores que sí acatan sus reglas, que defienden su valor y validez. Mientras de un lado un actor busca respetar y salvaguardar las reglas, del otro se busca la manera de volver esas reglas contra aquél.

Tercera pregunta: ¿tiene sentido entonces que el actor agredido sostenga, ya no digamos el fair play, sino el juego in toto? Cuando la derecha fogonea que “la democracia ha perdido credibilidad”, abriendo camino, no a cualquiera, sino a un tipo muy particular de dominación —foránea, violenta y pos-representativa—,  ¿de qué manera ha de defender el progresismo nativo su modelo de derechos humanos, inclusión y paz social?

Parece, a priori, un revival de la conquista, cuando los indígenas combatían con lanzas contra los caballos y los cañones. Hoy, de un lado existen las mismas lanzas, pero del otro hay lawfare, drones, botas y hackers. Una batalla muy desigual; aún cuando los líderes de la región mantenían la suma del poder público, se enfrentaban a poderes políticos y económicos más fuertes y, ciertamente, hostiles. La fragilidad del recambio de liderazgos, entonces, recrudece ante las maniobras de los actores antidemocráticos instalando regímenes de facto, ya sea por la vía armada o el golpe institucional. Entonces: o perdemos las elecciones, o recibimos un golpe. O entregamos el poder pacífica y legalmente, o nos lo quitan violenta e ilegalmente.

Ante esta disyuntiva, entonces, ¿por qué sostener la regla del recambio como garantía democrática, cuando el riesgo de perder lo conquistado es tan grande? ¿Acaso la democracia de Bolsonaro, que asume con el candidato favorito proscripto y luego de un golpe blando, es más valiosa que la “dictadura” de Fidel Castro, con cero por ciento de analfabetismo, de mortalidad infantil, de pobreza extrema? La variedad de ejemplos a nivel global, como Vladimir Putin, que va por su cuarto mandato, de Angela Merkel, de Chávez/Maduro, de China y su partido único, nos informa que existen múltiples formatos de gobierno donde la continuidad del líder o del partido resulta fundamental.

“Evo y Merkel no tienen ni punto de comparación, una es una democracia parlamentaria, la otra presidencialista, etcétera”, es la frase convencional de cabecera del analista bobo. Sin embargo, vamos a tomar esa dupla puntual porque sirve como ejemplo para clarificar dos o tres cosas: en primer lugar, el racismo de quien suele enunciar la frase, como corolario de un estereotipo burdo de “dictadorzuelo aferrado al poder”, una imagen bananera made in Hollywood.

En segundo lugar, el argumento a favor de que el recambio en sí mismo ni es más deseable ni es garantía de mayor democracia. En el caso de Angela Merkel, habría que preguntarse justamente si lo que importa es el sistema de checks and balances, de pesos y contrapesos, de generación de alianzas y consensos, por qué entonces es ella y no Cosme Fulanito, o por qué no es primero ella, después Cosme, después Fulanito, sino que es Merkel y sólo Merkel quien resulta reelecta continuamente. Ha de ser, precisamente, por ser la figura fuerte que garantiza la pacificación alemana y el delicadísimo equilibrio europeo, y no es, digámoslo, una figura escasa de poder.  Como bien enseñó Max Weber, el diseño institucional importa menos, o es subsidiario de, un proyecto político. En otras palabras, un sistema de pesos y contrapesos es un carro fútil si no tiene un conductor.

Con el ascenso de Trump la narrativa del hombre fuerte se consolida, aunque está bien vista para los movimientos de derecha, no para la izquierda. Dictadura del capital, sí; dictadura del proletariado, no. Y esta narrativa se consolida porque el personalismo, el liderazgo carismático, diría Weber, es el sello último de confianza, de garantía de determinado orden y mandato, de una responsabilidad que siempre exige, en el último eslabón y en el primero, una cara visible con nombre y apellido. No se trata, como se ha leído por ahí, del “populismo dunga-dunga”, que supone que el líder cuasi chamánico ejerce una influencia hipnótica sobre las masas y las lleva al paroxismo colectivo. Se trata, mas bien, de respetar el proceso orgánico mediante el cual las naciones cultivan sus propios liderazgos, en especial sus “titanes”, que aparecen cada cincuenta años, más menos. En cambio, las fuerzas antidemocráticas producen liderazgos de manera sintética, en sus laboratorios: aparecen los Leopoldo López, Guaidó, Macri, Bolsonaro, etcétera. Esto hace que su tasa de recambio y adaptación sea más veloz y, también, más precaria. Es decir, una auténtica fábrica de liderazgos débiles en las economías periféricas (las que luchan por no ser dependientes). Los liderazgos orgánicos, en cambio, son más lentos pero más profundos, más endebles pero, paradójicamente, más duraderos en la memoria colectiva. ¿Por qué, entonces, no habilitar una reelección indefinida de estos líderes únicos, legítimos, populares? Al fin y al cabo, que la ciudadanía elija.

Volviendo a la pregunta inicial, ¿es viable, en la actualidad, implementar una tercera vía en el mundo multipolar de hoy? Estados Unidos nos presenta la disyuntiva de someternos por vía pacífica o vía violenta; mientras que el tándem sino-ruso se divide las tareas del otro lado del eje: China parece preferir el teatro de operaciones comercial/económico y Rusia más cómoda en los enfrentamientos armados, aunque también está dispuesta a todo en la carrera por la supremacía de la Inteligencia Artificial.
Lo que está claro es que hay tiempos de paz y hay tiempos de guerra. Los diez o quince años que pasaron fueron decididamente, para la región latinoamericana, tiempos de paz, de relativa prosperidad, de armonía. Hoy, por el contrario, nos encontramos a merced de poderes que hacen del caos su estrategia, la violencia su táctica y la incertidumbre su religión.

Perón, quien fuera un General pero también un pacifista, entendió mucho antes que Foucault que la política es la continuidad de la guerra por otros medios. Evo, que comparte el mismo destino de grandeza, actuó para evitar el derramamiento de sangre, y esto constituye también una decisión bélica estratégica. Se retira el Comandante en Jefe con su popularidad intacta (o aumentada) y desarma, también, al ejército contrario, que ahora no sabe del todo qué hacer con su demanda cumplida.

Si bien es una conversación que probablemente suceda dentro de 50 años, no puede hacer daño anticiparla: para dejar de ser el continente Sísifo habrá que diseñar hoy, con creatividad y orgullo, las herramientas políticas y sociales del porvenir. A disposición se encuentran antecedentes de avanzada como la Constitución Argentina de 1949 o la Boliviana de 2009. Posiblemente, estos nuevos instrumentos y dispositivos contengan cláusulas explícitas de reaseguros contra toda injerencia extranjera, directa o indirecta, como puede ser, entre otras, la reelección indefinida mediante elecciones libres, periódicas y transparentes.
Ciertas fuerzas del caos están desatadas, y una vez abierta la caja de Pandora es muy difícil, sino imposible, devolverlas a su jaula. Si ellos quieren romper todo, pues, adelante. Veremos qué cosa nueva armaremos a partir de los escombros.