Cada quién tendrá su teoría. Algunos suponen una batalla triunfante de la Política contra el Big Data; otros hablarán de una lucha de clases, también habrá quien contemple la región y asegure que sólo el peronismo es capaz de contener y representar a las masas.

Hay algo de cierto en todas estas afirmaciones pero, como toda media verdad, es quizás más falsa que una mentira completa. ¿Qué es, efectivamente, «lo que ganó» y «lo que perdió» en esta instancia electoral, en este «clivaje» (perdón) de 2019? ¿Qué fue lo que se enfrentó contra qué otra cosa, y venció? ¿Se puede aislar, en todo caso, alquímicamente, esa sustancia pura y definirla, catalogarla, llegado el caso replicarla, en un tubo de ensayo?

Visto en retrospectiva, podemos afirmar que fueron dos las estratagemas cruciales que aseguraron la victoria del Frente de Todos, la base de su estrategia y el armado del jaque mate. En primer lugar, CFK liderando el Poder Legislativo: “una vice mujer, con excelente imagen, que acompañe en la campaña, que sepa estar donde el partido la necesita, versátil, y con buen látigo para comandar el díscolo Poder Legislativo una vez electa. Una leona”. Esta imagen, que prefiguramos para María Eugenia Vidal y que sorpresivamente se manifestó en Cristina, empieza ya a desplegarse en todo su potencial, con el superbloque y la mayoría automática garantizada antes de asumir el mandato. Más que su lugar en la fórmula ejecutiva y su lugar en la campaña, entonces, la estocada mortal para el contrincante se encuentra en su comando del Poder Legislativo. El segundo acierto estratégico que demostró ser mortal para Juntos por el Cambio consistió en la decisión de enfrentar a Axel Kiciloff con el entonces as de espadas electoral del oficialismo, María Eugenia Vidal. Más que confrontar con Mauricio Macri, era de importancia crítica neutralizar su recambio, la fuente de su revitalización y garantía de su continuidad: muerto el perro, se acabó la rabia.

Del lado de la demanda electoral, la discontinuidad del proyecto macrista parece indicar que la «brújula moral» del colectivo no puede corromperse tan fácilmente. La lección, tal vez, consiste en que los argentinos y argentinas sienten un profundo disconfort frente a la mentira oficial. Pervive un instinto social sobre lo que está bien y lo que está mal, no en términos ideológicos sino éticos: faltar a la verdad, tergiversar la verdad, mancillar la verdad, tiene un costo psíquico que eventualmente se vuelve contra la disonancia cognitiva. La derrumba (lo siento por Hobbes). Confrontados con su propia conciencia, los electores decidieron desconectar el enchufe de la mentira conveniente para, simplemente, poder mirarse al espejo cada mañana: ya no se puede des-aprender, luego del Proceso, que el consentimiento es complicidad. Y el voto es, ante todo, una expresión de consentimiento. La ciudadanía, de manera muy educada, concreta y contundente, dijo «no» a esta versión civil y legal de la negación del otro. Nunca más.

Otra de las lecciones de oro que nos deja esta experiencia y la que empieza a desplegarse en la región es que los liderazgos no pueden soslayarse ni minimizarse en tanto elemento de la vía democrática. A pesar de lo que canta el coro de sirenas a estribor del barco, hay que tomar conciencia de que el personalismo no es «algo a superar» en la marcha supuestamente unidireccional, progresiva y teleológica de la democracia que imaginan los manuales liberales. Nos quisieron hacer creer, efectivamente, que existe una etapa superadora del caudillismo que es «el equipo», el «líder débil» y su contraparte, «el vecino». Pues no: las naciones más débiles requieren liderazgos fuertes, definidos, preparados, para representar sus intereses. Y, en vistas de lo que está sucediendo en la región, habría que tatuarse la frase «Weber o muerte». Que en esta coyuntura es literal, lamentablemente. El liderazgo como factor aglutinante no puede volver a desestimarse, so pena de caer en Bolsonaro, el opuesto, que encarna el liderazgo post-apocalíptico de la descomposición.

Una nota interesante es el contraste entre el, llamémosle «primer kirchnerismo» y el actual respecto a la otredad: se pasó del desprecio y el insulto al «Frente de Todos», la inclusión sin barreras ni distinción, tanto en las bases como en la dirigencia. Una muestra cabal de autosuperación, especialmente de Cristina, quien no sólo superó las pruebas históricas sino, sobre todo —y me dispensan el sentimentalismo—, se superó a sí misma, en una empresa todavía más formidable que su doble mandato presidencial. Si iba a pasar a la Historia por ello, ahora su nombre está escrito y sellado a fuego. (No cuenten conmigo para ser mezquinos con una mujer, menos aún con esa mujer).

Para finalizar, una reflexión sobre la esencialización de «la política». Si alguna vez fue una cosa, hoy es claramente otra sustancia, diferente a la que «recuperó Néstor». Su elemento fundamental no es ya la participación, la cual es imprescindible y absolutamente loable; es la rosca. La política fue trasvasada y si en la era nestorista perteneció a la juventud y a la conformación de bases, en el tercer mandato cristinista o primer mandato albertista se trata, en esencia, de una actividad de cúpulas, en el mejor sentido: liderazgo, responsabilidad, humildad (shoutout a Sergio Massa, Felipe Solá, Alberto Rodríguez Saa, entre tantos otrxs), sobre todo: organicidad. Se fue la orfandad, pero no volvieron los padres: volvieron los hermanos, la fraternidad como valor supremo, a menudo subestimado, de la tríada republicana. Otra vez, la tercera vía.