Dos décadas atrás, el miércoles 26 de junio amaneció frío y soleado como este domingo. Por aquel entonces, también como hoy, el crudo frío del invierno recién parido no era lo único que castigaba a la sociedad argentina. La crisis económica, lejos de haber concluido con el estallido del 19 y 20 de diciembre del 2001, seguía golpeando duro en los barrios y la conflictividad social crecía como respuesta. El movimiento piquetero se había convertido en un actor de primera plana en la realidad argentina, y el desgastado sistema político gobernante no ofrecía ni soluciones ni capacidad política de contención de las protestas, que se habían vuelto cotidianas. Aquel día frío y soleado marcaría un punto de inflexión definitivo en la pulseada que libraran los sectores más postergados de la sociedad y la dirigencia política, y se inscribiría para siempre entre los días más tristes y oscuros de la historia de las luchas populares en el país.

Electo por una Asamblea Legislativa y sin la legitimidad social de los votos, el Presidente Eduardo Duhalde había sido puesto en ese lugar como una garantía para el sistema político y económico de recomposición del caos que significó el estallido de la crisis. En medio de las negociaciones con el FMI luego del default declarado por Rodríguez Saá, Duhalde buscaba mostrar que tenía gobernabilidad suficiente y el crecimiento de las protestas y piquetes le representaba un obstáculo en ese sentido.

El gobierno había endurecido su discurso y durante todo el mes de junio buscó instalar que no se permitirían más los cortes. El movimiento piquetero estaba dividido, y mientras algunas fracciones negociaban con Duhalde otras agudizaron sus estrategias de lucha. El 22 de junio, en una enorme asamblea piquetera nacional, se acordó un plan de acciones que incluían el corte del Puente Pueyrredón, principal vía de comunicación entre la CABA y la zona sur del conurbano, para el 26. Ese día, el entonces Ministro de Economía Roberto Lavagna se reuniría con las autoridades del FMI en Washington, y tanto las organizaciones sociales como el gobierno buscaban dar su mensaje.

La historia es conocida. La brutal y criminal represión que las cuatro fuerzas de seguridad, Policía Federal, Prefectura, Gendarmería y Policía Bonaerense descargaron contra los manifestantes duró alrededor de seis horas, dejó 34 heridos con balas de plomo, 160 detenidos y dos muertos: Maximiliano Kosteki, de 22 años de edad, y Darío Santillán, de 21. Pero a pesar de su juventud, esas historias habían comenzado mucho antes y seguirán por mucho tiempo más.

UNA MEZCLA METALERA DE JESÚS Y EL GAUCHO MARTÍN FIERRO

En 1998, Griselda Cugliati iba al turno tarde de la escuela secundaria Don Luis Piedrabuena, en San Francisco Solano, y era compañera de Noelia Santillán, hermana de Darío. “Yo tenía una actitud bastante rebelde y Noelia me decía: vos planteás las mismas cosas que mi hermano, se llama Darío y estaría re bueno que se conozcan” recuerda en conversación con Diagonales. Darío no era de Solano, había nacido en Don Torcuato y vivía en el barrio Don Orione de Almirante Brown, pero se había inscripto en el turno noche del Don Luis Piedrabuena siguiendo los pasos de su hermano Javier. En esas aulas y pasillos comenzaría una relación de compañerismo y militancia con Griselda que duraría para siempre.

Con Noelia como nexo, Darío empezó a mandarle cartas a Griselda. Hoy, ella recuerda especialmente una que llevaba escrita la letra de una canción de Malón, una banda de Heavy Metal que le gustaba mucho a Darío, y cuya firma todavía recita de memoria: “para Grillo, de parte de Darío Santillán. Te estrecho mi mano izquierda y te saludo como un fiel admirador del Che que soy”. Acompañando el mensaje iba pegada una pequeña foto del revolucionario argentino-cubano recortada de alguna revista de la época.

“La primera vez que lo vi fue impactante” recuerda Griselda. “Noelia me había dicho que un día me iba a caer. Efectivamente un día me tocan la puerta, abrí y era él. Era corpulento, tenía sólo 17 años pero ya tenía barba, y estaba con su campera negra y una remera de Malón. Era una especie de mezcla entre Jesús y el gaucho Martín Fierro”. La tarde siguió entre mates, charlas de música y política, y algún intento de la madre de Griselda por bajar la intensidad que crecía entre los dos jóvenes: “me acuerdo que me trajo una chocolatada, como diciéndonos, no se olviden que son unos pendejos” recuerda entre risas.

El vínculo se consolidó y creció en el colegio, donde ambos formaron el centro de estudiantes y empezaron a discutir la realidad política del país. Ninguno tenía una experiencia previa, y Griselda la importancia de docentes como Pedro Belio, que daba historia en el Piedrabuena y se juntaba fuera de horario con ellos para alimentar su creciente curiosidad sobre los movimientos revolucionarios, o Andrea, de literatura, quien les presentó a militantes de la organización 11 de julio, a la que ambos se sumarían.

“Darío andaba buscando dónde militar, dónde hacer algo. En esa época no se hablaba de política y militancia como ahora, estaba muy vivo el recuerdo de la dictadura todavía, había mucho miedo y era difícil encontrarse con gente que pensara en eso” cuenta Griselda. Los jóvenes recurrían a toda fuente disponible, como el cassette trucho que compraron en la feria de Solano que tenía grabados discursos del Che que Darío terminó aprendiendo y recitando de memoria. “Darío andaba buscando y así nos encontramos” recuerda Griselda de aquellos tiempos que describe tan duros como intensos y plenos, entre el descubrimiento de la militancia y los recitales de garage.

La primera actividad de ambos fue una olla popular frustrada de la 11 de julio en un barrio de Quilmes. Los acompañó Daniela Castellano, amiga de Griselda que se convertiría en otra compañera de militancia de esos años. La olla no se llegó a hacer por falta de recursos, y los tres jóvenes se juntaron con otros pocos que habían ido desde otros lugares y terminaron comiendo sándwiches de tomate y mirando fascinados las banderas con las caras de Evita y el Che. Con el tiempo las visitas a los barrios se harían cotidianas y Darío se volcaría a armar el movimiento de trabajadores desocupados en el barrio Don Orione. Más adelante se mudaría allí, y Griselda haría lo propio con Daniela Castellano al barrio Cettiro, en Solano.

“Dejamos nuestras casas y nos fuimos a vivir a los barrios donde construíamos. Nuestras viviendas eran muy precarias pero estábamos convencidos de que había que masificar esos movimientos de trabajadores que aparecían por todos lados. Soñábamos con hacer coordinadoras y condensar esa fuerza con otros sectores que también se movilizaban. Veíamos una gran potencia en el movimiento piquetero, porque se obtenían conquistas y cuando no, igualmente la gente quedaba organizada, se formaban nuevos tejidos sociales donde antes no había nada” relata Griselda, emparentando aquellas experiencias con todo lo que hoy es el desarrollo de la Economía Popular.

CRECIMIENTO MILITANTE Y LA INFLEXIÓN DEL 2001

Poco a poco la ascendencia de Darío Santillán entre sus compañeros fue creciendo. “Darío tenía mucho perfil de líder. Si bien no tenía muchas herramientas de experiencia militante, tenía una vocación tan grande y tenía tantas ganas, y una claridad tan fuerte a la hora de hacer planteos, un nivel de responsabilidad tan alto, de estar, de llegar puntual, de realizar las actividades y que las cosas estén, que rápidamente se puso a la par de compañeros más grandes que él, que tenían más experiencia política y empezó a ser un referente” cuenta Griselda. En el barrio Don Orione todo el mundo iba a consultar cualquier cosa con él, a pesar de sus cortos 19 años, y aunque Griselda recuerda cuán agotado estaba Darío en esos días también rescata que siempre encontraba fuerzas para seguir.

Tiempo después Santillán se mudó al barrio La Fe, en Lanús, donde había tomado una pequeña parcela en una toma de tierras de la Coordinadora Aníbal Verón y había montado una precaria casilla. Tiempo después, ese sería el barrio que lo velaría el 27 de junio del 2002. Desde allí saldría Darío el 19 de diciembre del 2001 juntos con sus compañeros para participar de la pueblada en la Capital. Griselda recuerda que fue todo muy espontáneo, pero que el 20 ya fueron más organizados y preparados para resistir en la plaza hasta el último momento.

De aquel día recuerda la emoción frente a la enorme resistencia del pueblo argentino, los encuentros y desencuentros con Darío en medio del caos, y el momento en el que Santillán junto con otros compañeros entraron a un local de McDonalds para sacar hamburguesas y panes para comer y repartir. “Los propios empleados les daban la comida y salían a unirse, la gente tiraba botellas de agua desde los balcones para ayudar a los que estábamos abajo, toda esa potencia mezclada con los muertos y las manchas de sangre en el piso. Las palabras quedan en ridículo para expresar lo que sentimos” cuenta dos décadas después. 

En tan solo un par de años, los adolescentes que escuchaban discursos del Che en cassette y soñaban con un cambio social habían pasado de armar un centro de estudiantes secundario a organizar trabajadores en los barrios, y se sentían viviendo un punto de inflexión en el país. “Fue un momento bisagra para nosotros, sentimos que a partir de eso algo va a cambiar. No pude evitar tener la sensación, como muchos otros compañeros, de qué se estaba revolucionando la Argentina, de qué eso era la revolución” recuerda hoy Griselda.

“LOS CANAS ESTABAN SACADOS, CON CARAS DE ASESINOS, ERA UNA CACERÍA”

“En ese momento hicimos la lectura de qué había que agudizar la lucha y que no había que dejar caer el estado de movilización popular y el nivel de conciencia que se estaba dando en nuestro pueblo. Ahí comienza una gimnasia de lucha mucho más intensa” relata Griselda en relación al saldo de la pueblada del 2001. Describe los meses siguientes como de un trabajo muy intenso en los barrios, y una particular preocupación por la escalada de los niveles represivos. “Sabíamos que podíamos morir en una represión y Darío estaba muy preocupado por reforzar la seguridad. Por eso el 26 de junio lo encuentra Darío en la primera línea, porque él se abocó muy fuertemente a trabajar en el cuidado y la la seguridad de los compañeros” recuerda. 

Ese 26 el movimiento piquetero estaba decidido a no entregarle la calle al gobierno de Duhalde. Sabían que eso sería una derrota política contundente que podría allanar el camino a una recomposición de las políticas de ajuste que el 19 y 20 de diciembre habían hecho saltar por los aires. “En un punto donde estábamos obligados a luchar, nuestra responsabilidad histórica nos ponía en ese lugar. Si perdíamos la calle mañana no sabíamos hasta dónde podemos retroceder, no sólo las organizaciones populares sino al conjunto del pueblo” recuerda Griselda.

Lo que nadie imaginaba era el nivel de brutalidad que el poder político le había habilitado a las fuerzas de seguridad para llevar adelante la represión y las consecuencias que traería. “No tuvimos una lectura de la dimensión del efecto que se había provocado en los sectores de poder. Era más de lo que pensamos, estaban más asustados y tambaleantes  de lo que pensábamos. Por eso no nos imaginamos realmente una represión de esa magnitud”.

Fabián Olivetto militaba en el movimiento de trabajadores desocupados de la CABA, en la zona de San Telmo. Hoy recuerda que “pensábamos que si garantizábamos un número importante de gente no iban a poder  reprimir escandalosamente, que iba a tener que pensar con frialdad. Pero pasó lo contrario, no nos imaginábamos lo que nos tenían preparado”.

Fabián y Griselda compartirían sin conocerse la columna de la Aníbal Verón que aquel miércoles se acercaba al puente por avenida Pavón. Del otro lado, por Mitre, iría la columna del Bloque Piquetero Nacional, con el objetivo de confluir en la subida del Pueyrredón. El día había comenzado desde temprano con asambleas en los barrios que siempre terminaban al grito de “ Aníbal Verón y todos los compañeros caídos en la lucha, presentes”, y cerca del mediodía las columnas ya estaban en las inmediaciones. Al bajar del tren, el clima de tensión se respiraba en el aire mientras dos helicópteros sobrevolaban la zona marcando el despliegue del operativo policial.

Olivetto había ido con unos 100 compañeros de los cuales unos 20 estaban preparados para aguantar el embate policial y darle tiempo al resto en caso de que hubiera que replegar. En esas primeras líneas también estaban Kosteki y Santillán. Cuando comenzaron los incidentes a raíz de las provocaciones de la policía bonaerense, que dejó un cordón de uniformados entre las dos columnas piqueteras para provocar el choque, Fabián comenzó a replegarse con sus compañeros y recuerda que “los canas estaban sacados, con caras de asesinos, era realmente una cacería”. 

Ahogados por los gases, junto a otro compañero levantaron a Santiago, un hombre grandote que andaba en muletas y había caído al piso. Lo resguardaron en un móvil de Telefé que estaba apostado cerca de la escena y siguieron retrocediendo por pavón tirando piedras para frenar el avance policial. “Era una situación caótica, de guerra, no había tiempo para nada y sólo podíamos intentar resistir” recuerda.

Tenían que cruzar a Capital por el puente viejo para llegar al punto de encuentro con sus compañeros, pero se demoraron ante la ausencia de Celeste, una compañera que más tarde aparecería en la estación de servicio Shell con una herida de bala de plomo en la cadera. Un gran grupo de manifestantes se replegó por pavón, recibiendo los balazos de la bonaerense, y en ese grupo estaba Maximiliano Kosteki que allí sería herido de muerte.

Griselda había quedado en el medio de la columna y recuerda el caos que se generó cuando los que estaban adelante empezaron a correr hacia atrás, en medio de los estruendos de los itacazos que reverberaban en la estructura del puente, “estruendos inolvidables”. Retrocedió junto a una compañera que no podía respirar por efecto de los gases lacrimógenos y así llegó a la estación. Al entrar vio el cuerpo de Kosteki en el piso, ensangrentado, y Santillán agachado a su lado y sosteniendo su mano. Darío lo tocaba y Griselda piensa que la buscaba signos vitales. “Los padres de Darío eran enfermeros y él siempre tuvo esa vocación de atender al otro, creo que algo de eso se le jugó en ese momento y le sostuvo la mano a Maxi hasta el fin” cuenta.

El grupo de compañeros que había entrado a la estación comenzó a golpear las paredes y a gritar por una ambulancia, era una situación desesperante y no sabían qué hacer. Fue en ese momento en que Griselda escuchó las últimas palabras de la boca de Darío: “nos dijo con esa voz que tenía y una seguridad impactante, váyanse, váyanse yo me quedo”.

Griselda y otros compañeros sintieron que no se podían ir y resistieron un poco más en el hall de la estación, hasta que la policía empezó a dispararles adentro. “Cuando los vimos venir disparando eso fue lo que nos empujó a subir las escaleras para el andén, y yo pensé que Darío venía con nosotros”. Apretujados en esas escaleras los militantes apenas podían avanzar, y en ese momento Griselda vio a un policía acercarse y dispararle a metros de distancia. Recibió un impacto en la espalda, y de pronto su compañero Carlos Tapia se interpuso entre ella y el uniformado, recibiendo una perdigonada en su cuerpo. Nadie sabía si estaban recibiendo balazos de goma o de plomo, y la única certeza de seguir vivos era el poder seguir avanzando hasta el andén en medio del caos y los disparos. 

Ya dentro del tren pudieron chequear que las heridas no eran de gravedad, pero la preocupación pasó a ser la ausencia de Darío. Esa preocupación cobraría fuerza más tarde cuando empezaron a llegar las primeras versiones sobre el saldo con muertos de la represión. Griselda no recuerda el momento en que supo lo que nunca hubiera querido saber: “Sinceramente no me acuerdo quién fue la primera persona que me dijo que era Darío, cómo me enteré. Lo borré de mi sistema, no lo pude soportar, no quería creerlo, no podía aceptarlo. Creo que nos pasó un poco a todos eso, no podíamos aceptarlo, estábamos heridos, estábamos golpeados, destrozados” dice con la voz quebrada.

Esa misma noche los helicópteros sobrevolaban los barrios, donde nadie dormía. La versión que el sistema político y los grandes medios intentaron instalar era que los incidentes habían sido el resultado de un enfrentamiento entre piqueteros, “una versión que iban a sostener y con la que iban a justificar toda la represión que iba a seguir” sostiene Griselda. Ella y sus compañeros sabían que no podían volver a sus casas porque los iban a a ir a buscar, y al mismo tiempo, destrozados como estaban, comenzaron a recibir los primeros testimonios sobre las fotos que había del hecho y tuvieron la convicción de que era preciso enfrentar la versión del gobierno.

Al día siguiente, el velorio de Darío en el barrio La Fe de Lanús se llenó de vecinos y compañeros al punto que no se podía ni caminar. “Verlo a Darío ahí fue terrible, fue un dolor enorme, de los más grandes de nuestras vidas y que nos cambió para siempre, hizo que siempre sea 26 para nosotros” cuenta Griselda, que durante mucho tiempo no pudo dormir por las pesadillas asociadas a la represión. 

La respuesta popular fue contundente. El mismo 27 de junio una multitudinaria movilización recorrió las calles porteñas marcando su repudio a la masacre, y una semana después se realizó otra marcha aún más grande. Fabián recuerda que ese día llovía y hacía un frío de pleno invierno, y que la gente salía de los balcones para aplaudir a los miles que marchaban exigiendo justicia por Maxi y Darío.

SÍMBOLOS DE UNA GENERACIÓN

El Comisario de la Bonaerense Alfredo Franchiotti y el Cabo Alejandro Acosta fueron condenados a cadena perpetua por los asesinatos de Kosteki y Santillán. El escandaloso comportamiento del sistema político y los medios de comunicación en las primeras horas no pudo tapar lo sucedido, que rápidamente salió a la luz gracias al trabajo de los fotógrafos que captaron la secuencia de lo sucedido dentro de la estación avellaneda. Sin embargo, las responsabilidades políticas siguen impunes y este sábado las organizaciones coparon una vez más el Puente Pueyrredón exigiendo justicia. Lo deliberado del plan represivo ya está fuera de todo tipo de dudas, y si se cuentan los heridos con balas de plomo que sufrieron impactos en zonas vitales como la cabeza o el torso, los muertos podrían haber ascendido a 15.

Fabián y Griselda forman hoy parte del Frente Popular Darío Santillán, y coinciden en que el efecto de aquel 26 de junio fue mucho más profundo que ponerle fin a las aspiraciones presidenciales de Duhalde y obligarlo a adelantar las elecciones. El crecimiento de las organizaciones populares desde entonces fue exponencial, y hasta los medios de comunicación que durante años estigmatizaron al movimiento piquetero tuvieron que volcarse a mostrar todo lo que había detrás de los piquetes, el trabajo colectivo, la organización en los barrios. Hoy, sin embargo, les preocupa lo difícil de la situación social y la reedición de esos discursos estigmatizantes que apuntan a deslegitimar la protesta social.

Pero el mayor de los legados de aquel día de hace 20 años, que comenzó mucho antes y que durará para siempre, es mucho más profundo y así lo expresa Griselda: “Queda el legado indestructible de que es urgente transformar este mundo, de que es posible hacerlo, que podemos entre todas, todos y todes construir esa nueva humanidad. Y que esa semilla que pusieron Darío y Maxi, que es la foto de toda esta generación, hoy florece en los movimientos populares, en la economía popular. Y que para que haya cambios por arriba siempre tiene que haber movilización por abajo, para que cambien las políticas arriba tiene que haber mucha lucha abajo. Y estoy segura de que en este tiempo, así como Darío y Maxi abrieron una nueva época, los movimientos sociales y las organizaciones que luchan en la actualidad también van a parir una nueva época y ese nuevo mundo va a ser más justo”.