Como otras crisis, la que estamos atravesando revela una degradación de la equidad que lleva décadas, a la vez que instituye nuevas formas de desigualdad. La larga recesión de la economía argentina, los riesgos de la pandemia Covid 19 y la decisión de implementar un aislamiento social estricto y temprano se combinaron para provocar un shock inédito en la mayoría de las actividades económicas y laborales del país. Quedó una vez más en evidencia que las debilidades de los servicios públicos, el déficit habitacional, la precariedad laboral y los bajos ingresos exponen a los argentinos más pobres a mayores riesgos de pasar hambre y morir. Al igual que en otras oportunidades, la crisis resultó en cierta medida ecuménica. Su oleada de descalabro fue alcanzando a poblaciones ajenas al mundo de la pobreza que, de un día para el otro, perdieron sus ocupaciones. A los habitantes de los barrios de emergencia, se sumaron los proveedores de bienes y servicios no esenciales, los artistas...

Si la puja distributiva es una pasión nacional que intenta repartir tesoros cada vez más exiguos, en circunstancias tan críticas amenaza con escalar de manera dramática. Es lógico que, con una riqueza nacional reducida, necesidades sanitarias y asistenciales agravadas, condiciones laborales perturbadas e ingresos reducidos o erosionados por la inflación, la mayoría sienta que se le demanda sacrificios desmedidos y mal recompensados. Todos tenemos buenas razones para sentirnos frustrados y esa frustración tensiona grandes dilemas distributivos. Está la disputa histórica entre los sectores socioeconómicos, que se juega a nivel productivo, tributario y salarial. Está la tensión por el presupuesto entre administraciones gubernamentales, donde hoy se enfrentan porteños y bonaerenses. Está cierta competencia entre generaciones por la actualización de las jubilaciones y pensiones o la mejora en el salario de médicos, docentes, investigadores. Está, finalmente, el modo en que esos padecimientos son elaborados por los representantes y expresados públicamente. Frente a las esperanzas depositadas en la beligerancia distributiva merecen distinguirse tres cuestiones: la justicia de los reclamos, la legitimidad de las estrategias para plantearlos y sobre todo el poder de fuego de cada grupo. Cuando se asocia la lucha por la equidad con la puja distributiva, esta diferencia muchas veces no se tiene en cuenta. La movilización de la policía bonaerense la revela de manera preocupante y descarnada.

Para evitar una escalada que desemboque en un juego donde siempre se imponga el más fuerte, la única alternativa no es la resignación, tampoco la enunciación insistente de principios generales de justicia. Un punto de partida es salir de la lógica refundacional y aprender de los aciertos y errores cometidos. En este sentido, no puede dejar de reconocerse que el Estado adoptó, en tiempo récord, una batería compleja de iniciativas para asistir a hogares, empresas, sectores económicos y provincias especialmente afectadas. Lo hizo en un momento en que las administraciones públicas migraron masivamente al hogar de los funcionarios, requiriendo estrategias desconocidas, con negociaciones paritarias aplazadas. En este marco, no se puede achacar inactividad al gobierno ni a las agencias estatales: no faltaron anuncios, nuevas normativas ni febriles adaptaciones organizativas. El problema es, que en tanto dirigentes políticos y medios de comunicación siguen atentos a los pestañeos de algunos personajes, la discusión pública se desentiende de lo que está sucediendo en la vida cotidiana de los argentinos. Observar con cuidado estos procesos nos permitiría tanto alejarnos de la grieta y la catarsis, como perfeccionar las soluciones que se fueron ensayando.

Ante nuestros ojos se despliega un gran laboratorio de políticas públicas que maduran desde hace tiempo y que tal vez estén llamadas a sobrevivir a la emergencia. Entre todas ellas, hay dos que alcanzan a todo el territorio nacional y anclan en largas discusiones entre especialistas: el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) a los hogares y la Asistencia de Emergencia al Trabajo y la Producción (ATP) a empresas y trabajadores. La Asignación Universal por Hijo adoptada en 2009 es un antecedente directo del IFE que, de estabilizarse, podría asegurar un ingreso mínimo a los hogares argentinos. Los Programas de Recuperación Productiva (REPRO), que anteceden y acompañan a la ATP, existen desde 2002 y se expandieron durante la gestión de Carlos Tomada en el Ministerio de Trabajo para evitar despidos en 2008. Las dos herramientas tienen una magnitud que las vuelve novedosas y la historia enseña que, más allá de la consciencia y voluntad de los protagonistas, los momentos de excepción pueden resultar fundacionales. Muchos de los instrumentos que apuntalaron la década menemista, se promulgaron entre 1989 y 1990. Muchos logros del kirchnerismo se asentaron en las decisiones adoptadas por Eduardo Duhalde entre 2002 y 2003.

Más que escalar la puja distributiva a través de la retórica, parece oportuno invitar a una reflexión en un nivel intermedio, en el punto donde confluyen el diagnóstico de las necesidades sociales, la voluntad de socorrerlas, con el diseño y la implementación de herramientas para lograrlo. Estos cinco meses pueden incitar un aprendizaje que nos permita avanzar en una sintonía más fina del IFE y la ATP. Sobre todo, porque ambos pretenden operar sobre los principales vectores de la integración económica contemporánea: el ingreso y el empleo. La magnitud de su alcance habla por sí sola. Según documentos oficiales, hacia julio de 2020, el IFE había alcanzado a 8,9 millones de beneficiarios (casi el 40% de la población económicamente activa). Paralelamente, unas 330.000 empresas (60% de las unidades productivas del país) habían accedido al menos una vez al beneficio de la ATP, alcanzado a más de 2 millones de trabajadores. El esfuerzo fiscal no fue tan significativo, pero no deja de ser importante. Hasta julio de 2020, y considerando los tres pagos, el IFE comprometió 270.000 millones de pesos (0,9% del PIB).  El cálculo para la ATP resulta más difícil porque deberían computarse los recursos cedidos en calidad de aportes patronales. Como sea, a agosto de 2020, se erogaron 121.400 millones de pesos.

Como las privatizaciones primero y los planes jefas y jefes después, el IFE y la ATP se gestaron en la urgencia, con más premura que sofisticación. Por eso, sus normativas requirieron varios ajustes, el padrón de beneficiarios se fue depurando, las ayudas se orientaron de manera más selectiva. Algunas de sus insuficiencias ya son evidentes, aunque mucho menos claro es cómo resolverlas. La distribución federal y sectorial de los beneficios no siempre se correspondió con las necesidades sanitarias ni económicas, entrando en una trama de negociaciones donde terminaron primando otros criterios. Hay, por ejemplo, indicios de que algunas jurisdicciones recibieron ayuda antes de necesitarla. Muchas empresas aprovecharon también la oportunidad para pedir compensaciones salariales o créditos, aunque sus actividades no se hubieran visto perjudicadas por la coyuntura o incluso se vieran beneficiadas. Aunque se depositaran en la cuenta de los trabajadores, la gestión empresaria del ATP fue diversa y deja entrever diversas arbitrariedades. Se observan, asimismo, beneficiarios del IFE cuya situación patrimonial o estructura familiar de ingresos no justificaba que recibieran esa ayuda. En contrapartida, la dilación de los desembolsos a 45 días y la fijación de invariables $10.000 a lo largo de estos meses, volvió al IFE incapaz de sostener las necesidades elementales de un hogar y de disuadir a sus miembros de romper la cuarentena. Como en otras políticas, el IFE y el ATP abren una serie de interrogantes: ¿cuánto las mediaciones gremiales facilitaron la universalización de los derechos o los segmentaron?, ¿cuánto una demarcación más precisa de los beneficiarios no hubiera permitido concentrar en ellos los recursos escasos?, ¿cuánto esta situación extraordinaria podría aprovecharse para propiciar mecanismos de formalización que sirvieran también en tiempos de crecimiento?

Del mismo modo que con la pandemia y su ansiada vacuna, hay que aceptar que las desigualdades sociales no tendrán soluciones inmediatas ni milagrosas. Una forma de empezar a construirlas es aprender de lo que fuimos capaces de construir y conservar algo de inteligencia y pasión para perfeccionarlo.

*Socióloga (UBA), doctora en Sociología (EHESS-París), investigadora de CONICET docente y directora de la maestría en Sociología Económica del IDAES-UNSAM. Twitter:
 @unsamoficial