El acercamiento a una política macroeconómica kirchnerista que intentó aplicar el gobierno desde el 28 de diciembre pasado fue contradictorio con el modelo que venía desarrollado de liberalización financiera y comercial. Y chocó con la realidad de un esquema sometido por interés del sector financiero.

Los nuevos lineamientos se habían orientado a ablandar las exigencias de ajuste monetario con la ampliación de la meta de inflación, las bajas de las tasas de interés y una mayor regulación del mercado cambiario para mantener la paridad con el dólar relativamente estable y así disminuir la presión sobre los precios. Si bien las reducciones de las tasas habían comenzado a ser empleadas tímidamente por el Banco Central, el cambio de rumbo, con una inflación que además se exacerbó superando ampliamente las expectativas oficiales, generó un fuerte rechazo por parte de los sectores más conservadores que también venían reclamado insistentemente un ajuste mayor del gasto público.

En ese marco, la debilidad de las políticas públicas, con una inflación en ascenso, quedó más expuesta a partir de la publicación en marzo del dato sobre el déficit de la cuenta corriente de 2017, equivalente al 4,8% del PBI, mismo nivel que el del peor año de la Convertibilidad. A ese frente más frágil se sumaron dos agravantes de peso: la sequía que obligó a recortar bruscamente las previsiones de exportaciones de los complejos agrícolas y el anuncio, a mediados de marzo, por parte Luis Caputo, de que Argentina no iba a seguir emitiendo más deuda en 2018, tras haber tomado 9.000 millones de dólares en enero pasado.

Estas señales oscurecieron el panorama rápidamente para muchos que confiaban en el modelo. Como venía la economía hasta marzo de 2018, el déficit de cuenta corriente de 2018 iba ser mayor que el de 2017, tanto por las dificultades del campo y como por el proceso inflacionario que había apreciado significativamente el tipo de cambio real. Argentina perdía competitividad, no daba señales de más acceso a los mercados de crédito internacionales y la fuga de capitales se iba acelerando. En definitiva, en esas condiciones, el país iba a requerir alrededor de 60.000 millones de dólares para cubrir el déficit de cuenta corriente (cerca de 35.000 millones) y la fuga de capitales (unos 25.000 millones) y sólo había accedido a los comentados 9.000 millones. Ante esa presión de demanda de dólares y la decisión oficial de sostener la paridad cambiaria, comenzaron a perderse reservas aceleradamente.

 Y las noticias macroeconómicas del mes de abril siguieron siendo negativas. La magnitud del efecto de la sequía era mayor al esperado, la inflación continuaba siendo más alta que las expectativas del gobierno y de las consultoras privadas y se acercaba el inicio del tributo a la tenencia de Lebacs por parte de no residentes. Para colmo, su entrada en vigencia coincidió con la esperada suba de la tasa de interés a 10 años de la Reserva Federal de Estados Unidos.

Estos eventos fueron los disparadores de la corrida cambiaria con más pérdida de reservas de toda la historia nacional. Pero, de fondo, el problema es el déficit estructural de cuenta corriente y la crónica fuga de capitales. El país consume mucho más de lo que genera y la tasa de interés, por los desequilibrios acumulados y el interés del sector financiero, no puede ser lo suficientemente baja como para estimular el desarrollo productivo. El negocio financiero requiere una tasa de interés real muy alta y, por lo tanto, la inversión productiva queda relegada. La realidad es que el equilibrio con este modelo sólo puede alcanzarse con un brutal ajuste del consumo interno, tutelado ahora por el FMI. Si no lo queremos, hay que cambiar el modelo. Pero, con funcionarios que son representantes del sector financiero, eso parece una misión imposible.

 

*Economista (UBA) y periodista (TEA). Profesor en la UNDAV y en la UBA. Consultor de empresas y cámaras industriales. Twitter: @marianokestel